En el grupo de Autores se organizó el quinto concurso cuya temática debía ser un oneshot non-AU. Hubo catorce participantes y luego de las votaciones respectivas este fue el ganador:
Hausfrau por Aelilim
—Pareces
un ama de casa.
Más
que la oración en sí misma, fue el tono indescifrable que Bill había empleado lo
que causó que detuviese lo que estaba haciendo y girara hacia su hermano con
una ceja arqueada.
—Y
tú un camionero gay, pero no me escuchas diciéndotelo.
El
corredor del supermercado se inundó de una risa suave, y Tom volvió a su labor
de examinar las marcas de salsa de tomate tratando de elegir la mejor.
Era
como el orden natural de las cosas: Bill se encargaba de ensuciar y desordenar,
de propulsar los cambios; Tom de limpiar detrás de él los desastres y evitar
que el caos poseyera sus vidas, tanto figurada como literalmente.
Bill
suspiró, miró con vaguedad el tatuaje adquirido ni una semana atrás en sus
nudillos, y pasó sus manos por el cabello rubio, jalando sin hacerse doler y
soltando un gemido de frustración.
—No
estamos llegando a ningún lado.
—Sabes
que no es cierto —dijo Shiro, aunque sus facciones cansadas tampoco auspiciasen
ánimo—. La meta todavía es difusa pero vamos por buen camino —siguió hablando
cuando Bill se hundió todavía más en su asiento.
Era
deprimente. Sacar adelante un álbum nunca había sido un trabajo fácil, las
horas empleadas en la creación, grabación y perfeccionamiento de los discos
anteriores eran prueba incuestionable de ello. Pero por algún motivo, este les
estaba costando frustración, lágrimas, sudor y sangre, y tiempo, mucho tiempo.
—¿Dónde
está Tom?
—En
camino. Tuvimos un problema en casa. —Shiro le vio de soslayo, esperando una
elaboración y Bill la dio a regañadientes—: Dejé un grifo abierto e inundé un
baño, ¿está bien? El agua llegó al estudio y puse en riesgo parte de nuestro
equipo.
No
hubo réplica de su amigo y productor, y Bill hizo una mueca, recordando la
expresión de Tom al descubrir la calamidad que había estado a punto de suceder
y lo rápido que actuó, reuniendo toallas, secadores y dándole instrucciones
para que no se quedase como una estatua.
Lo
que le había dicho a su gemelo unos días antes volvió a su mente: «Pareces
un ama de casa». No quiso que fuera una recriminación, sino simplemente verbalizar
una conclusión a la que llegó al ver a Tom tan concentrado en latas de salsa de
tomate.
Como
desde que eran unos niños Tom había mostrado tener compulsión por el orden y
menos renuencia a la cocina que Bill, no fue de extrañarse que se resignara a
asumir el papel.
Así
que mientras Tom se encargó hacer horarios para encargarse de sus mascotas, decidir
sobre la ayuda que contratarían para asear, y hasta aprendió a cocinar
platillos decentes, Bill se dedicó a colaborar estrictamente cuando le era pedido
y a tareas más pequeñas.
Esa
era su dinámica establecida.
—Te
traje el café que querías.
—Gracias,
Tom.
Bill
estaba descalzo y en pijamas, revisando distraído los comentarios de su último
post en la BTKApp.
—¿Algo
interesante?
—Lo
de siempre —dijo dándole un sorbo a su café y sintiendo con satisfacción el
sabor en la lengua.
Apartó
el teléfono con descuido, cansado de responder lo que le parecía digno o
gracioso, y estudió a Tom, percibiendo que estaba por decirle algo que no iba a
gustarle. Su gemelo se había quedado en el dintel de la puerta de la cocina con
ropa de calle y la correa de su perro favorito en la mano después del paseo que
acababan de dar.
—¿Qué
pasa?
—Voy
a salir.
No,
no le gustaba. Ni un poquito.
—¿A
dónde?
Un
encogimiento de hombros y una lengua jugando con el piercing de su labio
inferior. Bill frunció el ceño. Pasaba de la medianoche, y aunque era temprano
según los estándares que compartían, al ser el primer día que se habían tomado
libre en semanas de trabajo duro había creído que charlarían y de ahí a la
cama.
—No
me esperes despierto —dijo Tom, dejando la correa y revisando en sus bolsillos
tener las llaves de su auto—. Ah, y Bill, ¿podrías encargarte del servicio?
Bill
contempló la pila de trastos usados.
Nada,
eso era lo que sabía de arquitectura antigua, pero aun así Bill recordaba haber
escuchado algo sobre edificaciones de culturas milenarias: la piedra angular.
La más importante, sobre la que el resto estaba dispuesto.
Fue
cuando tenía dieciséis que comprendió que ese chiquillo tan flaco y alto como
él, con el que compartía facciones aunque no sentido del humor, era su piedra
angular. Nunca se tomó la molestia de decírselo a Tom tal cual.
Al
inicio, Bill sospechaba que podría ser Ria, sin embargo, cuando descubrió que
no era más que un chico del club de tenis al que solían ir, tuvo que aceptar
que la simple idea era ridícula. Recordaba que se llamaba Dan o John, o quizá Mark…
Sí, sin duda es Mark.
—Es Max.
—¿Estás
seguro? —preguntó dudoso. Tom rodó los ojos—. Eh, si tú lo dices.
—Es
un amigo.
—No
pregunté.
Esa
noche, Tom de nuevo salió.
En
vez de concentrarse en darle forma a la lírica que tenía metida en la cabeza,
Bill se dedicó a recordar, llegando a la conclusión de que antes de llegar a
Estados Unidos su hermano no había representado ese comportamiento. Un amigo, decía él.
Mark
tenía uno o dos años más que ellos, trabajaba en un buffet de abogados y Bill
lo detestaba sin conocerlo.
—Es Max
—dijo Tom, no tan divertido como antes había fingido estarlo con el cambio
aposta de nombres.
Bill
estaba echado en la cama que compartían, gorra puesta, medallones, cruces y
cadenas en su cuello, como si estuviera preparado para salir cuando ambos
estaban al tanto que no tenía planes. No replicó el reclamo y con sorpresa descubrió
algo que le dejó con cada músculo facial contraído.
—Ya
no eres mi ama de casa.
Tom volteó
la cara a verlo como si estuviera loco e hizo un sonido de desaprobación con la
lengua.
—¿Tu
ama de casa?
Eso
tenía significados ocultos, no dichos porque Bill los había creído
innecesarios. El «eres mi piedra angular» que llevaba entre líneas solo evidentes
para él, el «valoro que te encargues de todas las cosas del hogar», el «te amo,
imbécil».
—¿Cómo
pasó eso? —Bill estaba en su mundo paralelo, sin tomarse la molestia de
enfrentar a Tom que seguía viéndole como si fuese necesario que lo encerraran
en el ala psiquiátrica de un hospital—. Es porque nos mudamos de Alemania, ¿no?
Por querer abarcar tanto.
—No
estás haciendo sentido, Bibi —dijo Tom preocupado.
—Ya
vengo, quiero tomar aire.
—Bill…
—No
me esperes despierto —recomendó, haciendo eco a las veces anteriores en las que
Tom le había dicho lo mismo antes de marcharse. Se dio un vistazo en el espejo
del clóset comprobando que todo estuviera en orden y se fue.
Llenó
el tanque en la primera gasolinera con la que se cruzó y tomó una autopista sin
ninguna dirección particular. Recién cuando se halló aparcado frente
a una playa cualquiera y vio que su teléfono tenía dos llamadas perdidas, un
mensaje de voz y tres de texto, decidió que no podía huir.
Lo
que había dicho tenía sentido. Claro que sí.
Cuando
estaban en Leipzig eran Tom y Bill. Cuando pasó el divorcio de sus padres y
fueron a vivir a Loitsche también eran Tom y Bill, y en ocasiones también
Andreas, pero mayormente ellos dos.
Cuando
estaban en Hamburgo eran Tom y Bill, por un lado, y Bill, Tom, Gustav y Georg
por el otro. Cuando llegaron a L.A., al inicio eran Tom y Bill. Sin embargo, “al
inicio” lo estaban dejando atrás a medida que pasaban los meses y se formaban
los años.
Bill
sabía que era su culpa. Él había querido vivir en Estados Unidos, David Jost, recién
migrado, creyó que era la opción correcta y Tom no actuó como la marioneta que
no era, sin embargo, tampoco puso contras. Él fue quien dijo que lo mejor era ser
más firmes en esa línea un poco borrosa desde siempre entre hermanos y algo más.
Era
una secuela fácil de deducir que Tom, eventualmente, buscase a alguien que lo
satisficiera tanto en lo físico como en lo emocional.
—¿Mark
es bueno? —preguntó Bill es un murmullo.
—¿Qué?
—Que
si Mark es bueno en la cama —se explayó.
Una
corrección sobre el nombre quedó a la mitad, un parpadeo y una risotada. Eso
fue lo que sucedió. Bill bufó, cruzando los brazos.
—¿Estás
hablando en serio?
—Sí.
Otro
parpadeo, un entrecejo arrugado y ojos aguzados.
—Te
lo diré cuando lo averigüe —dijo Tom finalmente, volviendo a rasgar las cuerdas
de su guitarra y haciendo uno que otro tachón en la serie de notas musicales de
la melodía que trataba de componer.
Hubo
un silencio corto hasta que Bill, ignorando que Shiro acompañado de Georg y
Gustav se acercaban, insistió: —¿Es mejor que yo?
Tom
no tuvo oportunidad de responder antes de que los otros llegaran. Bill se
levantó a recibirlos, dándole abrazos de bienvenida a sus compañeros de banda
recién llegados de Berlín y con el jetlag matizado en la cara.
Cuando
tu enemigo eran niños mayores que tú que te miraban feo porque eras diferente,
te acostumbraste a ignorarlos, incluso cuando te insultaban o escribían ofensas
en donde cualquiera pudiera verlos. Porque tenías a tu hermano gemelo que
estaba atravesando lo mismo que tú y era tu fortaleza encarnada y con quien reías
y con quien llorabas.
Cuando
tu enemigo eran fans obsesionadas, ardías en furia y más cuando se metían con
tu familia o eras incapaz de salir a pasear a tu perro sin que una cámara te
filmara. Pero también lo afrontaste, y es que habías descubierto que de los dos
eras el que conservaba la cabeza fría bajo presión sin derrumbarse como un
castillo de naipes, ni fuiste el que explotó como una olla a presión y tuvo que enfrentar la amenaza de
una demanda de una chica francesa por agresión.
Cuando
tu enemigo eras tú mismo, una ciudad, una dinámica que amenazaba con romperse,
y un tal Max, es decir, Mark. O Marx.
Pues… pues a joderse.
Había
horneado malditas galletitas de Navidad, podía hacer eso. Ignoró a la vocecita
en su cabeza que le indicó que él no había hecho más que reunir los
ingredientes que Tom le pidió y luego se dedicó a verlo preparar la masa,
recién metiendo mano cuando había llegado la hora de decorar.
—Huele
a quemado —declaró Georg.
—¿Y
qué comes que adivinas, gran Hobbit? —preguntó Bill irritado—. No sirvo para esto.
—Estoy
de acuerdo.
Cuando
Tom y Gustav llegaron del estudio y el olor llegó a sus narices, el primero gritó
‘Bill’ y corrió hasta encontrarlo, mostrando obvio alivio cuando lo vio sano y
salvo y la cocina sin haber sido consumida por las llamas.
—Nada
se quemó —dijo Bill—, bueno, excepto mi intento frustrado de pastel.
—¿Pastel?
—increpó Gustav con sorpresa.
—No
preguntes —advirtió el menor de los Kaulitz y Georg lo apoyó, relatando que por
estar fastidiando tanto un cucharón con restos de masa cruda había pasado
peligrosamente cerca de su cabello.
Con
una sonrisa divertida pero sin hacer comentarios, Tom se dedicó a ordenar y
limpiar la mesada llena de residuos de harina y mantequilla. Georg pronto se
retiró a llamar a su novia y Gustav a dormir, todavía con el desbarajuste de
horarios encima.
—No
sé cómo me toleras —pronunció Bill cuando quedaron a solas, tratando de
aparentar sinceridad. Eso era algo que no le diría a Tom, y ambos lo sabían.
—Porque
no sabría qué hacer sin ti —respondió Tom con sencillez, prendiendo el
lavaplatos.
—Yo soy quien no sabría qué hacer sin ti.
Eres mi piedra angular —refutó. Eso sí era algo que diría y Tom lo miró por un
instante antes de abrir un gabinete de donde extrajo una bolsa de galletas para
perros.
La
puerta del patio fue abierta y dos de sus mascotas entraron moviendo la cola y
haciendo un alboroto que advirtió a sus dos perros faltantes, los cuales
estaban dentro de la casa, que era la hora de la comida.
Al
escuchar lo de «ama de casa», Tom rió internamente.
Al
escuchar el «no
sabría qué hacer sin ti», sintió una mixtura rara de inquietud y regodeo.
Lo sabía,
pero confirmarlo de manera verbal indicaba una reanudación de lo que tanto
ansiaba.
Fue
cuando estaban en el gimnasio, sudados, y por tomar una ducha que Bill anunció que
debían olvidar la salida con Shiro, su esposa y otros conocidos, e ir
directamente a West Hollywood. Georg y Gustav habían regresado a Alemania
después de una corta estadía no tan provechosa como hubiesen deseado y estarían
solos.
—¿Por
qué? —quiso saber Tom con calma, casi desinterés.
—Quiero
que trabajemos en una canción.
Toalla
en mano, dándole sorbos a su bebida energizante, Tom observó a Bill llamar a
Shiro para excusarse.
—¿Por
qué? —volvió a preguntar cuando la llamada fue finalizada.
—Ya
te dije que para…
—Bill
—interrumpió, sentándose en la banca. Seguía tranquilo, era exasperante—. No me
tomes por tonto, te conozco más que eso.
—Hablaremos
cuando estemos en casa —intentó evadir. Aprovechando que estaban únicamente los
dos, Tom se quitó la máscara de pasividad y lo acorraló contra los casilleros—.
Suéltame.
—Libérate
si quieres, sabemos que puedes.
Los
músculos de Bill se tensaron, rivalizando a los de Tom que los tenía rígidos al
sujetarlo por los brazos, sin embargo, sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Alguien
debería tomarnos una foto justo como estamos ahora y subirla a la App, algunas
fans se morirían de emoción —dijo entre dientes, como encontrando la
posibilidad muy entretenida.
—Idiota.
—Te
amo —canturreó.
—Lo
sé.
En
las duchas, violando toda palabra no dicha y arriesgando su pellejo por si
alguien los veía, Bill fue el que cercó a Tom con su cuerpo desnudo contra las
losetas frías. Fue un empujón el que lo apartó y más que la espalda que dio
contra un tubo y le hizo sisear, fue el ego lo que le dolió.
Al llegar
a casa no hablaron.
Bill
se sentía vencido, por L.A., por Mark, a pesar de que Tom no había vuelto a
mencionarlo y sus salidas nocturnas habían sido olvidadas, y por su ineptitud.
—Yo
no me puedo hacer cargo como tú lo haces de mí —se rindió oficialmente un día
cualquiera, en el estudio de su casa y con Tom feliz porque le habían dado el
toque final a una canción que era tan buena que fácilmente podría su nuevo
single si es que era aprobada por sus productores.
—¿Qué?
—No
lo tengo en mí —se explicó, masajeándose las sienes, como si estuviera muy
cansado—, eso de encargarme de otro ser humano. Quise cocinar un postre, fue un
desastre, quise, hm, complacerte, también lo fue. Creo que desistiré o… —Frunció
el ceño—. Te pediré a ti que me enseñes el fino arte de ser ama de casa.
—Te
conozco veintidós años de mi vida y Dios sabe que no me imagino sin ti, pero
estás demente —declaró Tom después de permanecer mudo unos segundos—. ¿De qué
mierda hablas? ¿Tanto te ha afectado el cerebro los celos por Max? Y eso que
por tu sanidad renuncié a su amistad hace semanas.
—¿Mi
sanidad?
—Estabas
enloqueciendo, lo supe el día me seguiste y me ignoraste desvergonzadamente
cuando me acerqué a tu auto a preguntarte qué hacías ahí.
—Hm…
—No lo negó y no bajó la mirada aun cuando sintió que iba a ruborizarse.
Tom
no usaba eufemismos como piedra angular o ama de casa, él tenía en claro las
nociones que debía manejar.
Como
amor, incesto, y esperar.
Y
nociones como ahora, tiempo, para siempre.
Estaban
en camisetas un poco raídas y pantalones de algodón para labores de hogar
haciendo un aseo profundo después de zanjar temporalmente el asunto de servicio
de limpieza al llevarse un par de chascos.
—Solo
falta la piscina y nuestra habitación y acabamos.
—No
quiero moverme —dijo Bill. Tom sonrió y se dejó caer a su lado en el sillón—.
Esto nos sacaría más músculos que la hora y media diaria de entrenamiento y
pesas —dictaminó al comprobar que le dolían los brazos por haber estado
levantando muebles.
—Oye.
—¿Qué?
—masculló, echando para atrás la cabeza y ladeándola cuando sintió una mano en
su entrepierna—. ¿Ahora?
—Ahora.
—Pero…
—Bill mismo se calló, analizando la situación y sin rechazar cuando las
caricias leves se tornaron más pesadas y su cuerpo reaccionó sin falta de
tiempo.
—He
estado esperando mucho, quise que vinieras a mí y cuando pasa, tienes la
brillante idea de hacerlo en el baño del gimnasio. Luego vuelves a actuar como
si nada.
Para
ese momento, Bill estaba excitado, todavía con la cabeza hacia atrás y la
respiración agitada.
—Pensé
que era más importante aprender cómo…
—Yo
cuido de ti, Bill, cuido que comas, que no fumes tanto, que no te deprimas, que
tu ira y egoísmo no alcancen a otros para que luego no te arrepientas. No
trates de imitarme. Eres desastroso.
Asimilando
palabra a palabra, Bill quiso molestarse, pero una vez más quedó callado hasta
que tuvo un argumento sólido en la lengua más que gemidos contenidos.
—No
te des tanto crédito.
—Tú
me lo has dado —contradijo Tom, más cerca, su boca besando su cuello.
—Sí —aceptó—,
pero que yo no me ocupe de nada de la casa, o no esté tan al corriente de pagar
las facturas o qué vamos a comer no significa que no haga mi aporte. Sé de
memoria las vacunas de nuestros perros, también estoy pendiente de si comes o
no, y aunque sea lo último que hagas no volverás a presentarte en público con
una camiseta agujereada.
Esa
tarde se dejaron llevar encima de la alfombra recién aspirada y Bill, más o
menos tan satisfecho sensorialmente como con su epifanía de que era más que una
carga, no tuvo contención en demostrar que sí estaba capacitado para complacer
y ser complacido.
Bill
tenía razón, fue cuando se mudaron a L.A., porque en ese entonces empezó a
ladear la cabeza cuando quería besarlo o a inventar excusas inesperadas para no
tener sexo.
Hizo
lo que podía, sin entrar en pánico ni desesperarse: se armó de paciencia.
¿Por
qué? Porque más que un ama de casa pendiente de todo y todos, Tom, así como el
amor verdadero, había aprendido a esperar.
Estaban
en Coachella, Radiohead sonaba de fondo y Bill tenía en la mano un vaso grande
de cerveza mientras encendía un cigarrillo. Tom tomó una foto, escribió unas
pocas palabras y la subió a la App.
—¿Me
veía bien? —preguntó Bill expulsando el humo por la nariz.
—Camionero
gay —dijo Tom sonriendo burlón, mostrando la foto y lo rápido que se estaba
llenando de comentarios. Notando que su hermano estaba por fruncir el ceño,
añadió—: Un camionero gay sexy. Muy sexy.
—Cabrón.
Quizá
por la satisfacción de la buena música en vivo, sentirse anónimo entre la gente
que apenas reparaba en ellos o por mera necesidad, cuando el vaso gigante de
cerveza de Bill estaba por terminarse, Tom puso un mano en su hombro.
—¿Por
qué?
—No
sé de qué hablas.
—Bill
—dijo advirtiéndole, arrancándole de las manos la cajetilla semivacía y el
encendedor—. Suficiente.
Una
pausa, otro sorbo de cerveza e ignorar un par de miradas.
—Me
propuse demostrarme que éramos capaces de volver a ser solo hermanos. Es medio
estúpido, lo sé, no me pongas esos ojos.
—¿Lo
lograste? —cuestionó encendiéndose un cigarro y contemplando las volutas de
humo desvanecerse en el aire.
Una
nueva pausa. La banda que estaba tocando había concluido y hacían los arreglos
para la siguiente. Bill le arrebató a Tom el pitillo y le dio una honda calada.
—No.
La parte física me costó tanto que creo que tengo callosidades en la palma de
la mano —barbulló sin ápice de humor y Tom largó una risa diminuta y socarrona—,
y, ¿qué puedo decirte, Tom? Estamos casados —expuso—. Eres mi ama de casa y…
—Y
tú eres mi camionero.
Un
gruñido que se convirtió en una risotada fugaz, antesala a una fruncida de
cejas y el humo siendo botado directamente a la cara de Tom.
—Te
puedo demostrar que este camionero puede hacerte gritar como una chica, así que
no te arriesgues.
Bill
no obtuvo la reacción que esperaba, una oración retadora o una broma; fue una
lengua pasándose por el labio perforado.
«Estamos
casados». Tom inhaló, exhaló y cerró los ojos.
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