Como ya se sabe, todos los 31 de octubre de cada año se celebra Halloween y no podíamos dejarlo pasar sin organizar el séptimo concurso el cual, por votación, se decidió que sea de amor y que contenga un elemento sorpresa. Hubo once oneshots participantes y luego de las votaciones, 50% jurado y 50% de la encuesta. Felicitaciones a la ganadora y que lo disfruten:
FUEGO por Archange
Resumen: ''—Es la noche de mi nacimiento, no deberías estar aquí —su acento seguía siendo dulce y especiado— Esta noche la vida y la muerte se confunden, y los dioses vuelven a tomar lo que es suyo''
Una lluvia indecisa caía sobre el
cementerio de Berlín. Tom pensó fugazmente que su infancia no había tenido más
música que el golpeteo del agua contra los cristales de su habitación, monótona
y plomiza. Había tenido que regresar para recordarlo.
Sus zapatos estaban encharcados, igual
que las estatuas de mármol que lo contemplaban con sus ojos vacíos. Como la
tierra removida de la tumba de su padre.
Al final el viejo se había salido con la
suya. Lo quería de vuelta, y su última voluntad fue la baza definitiva para
conseguirlo. Tom sonrió irónicamente al pensar en cómo nos desvivimos por
cumplir los deseos de los demás sólo cuando han muerto. Allí estaba, frente a
una lápida de mármol con su apellido grabado en letras góticas, y empapado
hasta el alma. Pensó que debería llorar, era lo lógico en un momento así, ¿no? Sin
embargo, lo único que podía sentir frente al cadáver de ese hombre al que
siempre había querido era frío y rabia. Una rabia helada que congelaba sus
lágrimas y dejaba sus emociones enterradas en escarcha.
A llegar a la antigua casa de su familia
lo encontró todo húmedo y polvoriento. Un montón de papelotes acumulados en la
mesa de despacho de su padre lo esperaban para ser atendidos y resueltos. Tom
miró el viejo sofá de cuero en el que había languidecido tantas tardes de
infancia, y por un momento estuvo tentado de dejarse caer en él y permitir que
el agotamiento lo venciera. Perder la conciencia de ese momento que no quería
llamar vida estaría bien. No estaba preparado para estar allí. No quería estar
en esa casa, ni acorralado por esa lluvia que golpeaba los cristales y lo
ahogaba de recuerdos.La ventana repetía el mismo paisaje de memoria, como si no
hubiese más en el mundo que esos edificios grises, esas calles encharcadas.
Respiró el ambiente mohoso de los libros
mal cuidados, amarillentos y manchados de humedad. Ellos habían sido su única
compañía las largas tardes de invierno al volver de la escuela. Su padre había
vivido todos aquellos años enterrado entre los dosieres y facturas del negocio
familiar, mientras él soñaba con paraísos lejanos donde la soledad y el desamor
no existían. Tom sólo conocía las cenas solitarias frente al televisor, y la
tristeza enfriando sus pequeñas sábanas a la hora de dormir. Quizá por eso, en
cuanto tuvo oportunidad de decidir por sí mismo, buscó en el mapa un lugar
cálido y soleado que lo ayudarse a olvidar esa atmósfera sofocante que lo
estaba ennegreciendo por dentro. El azar lo llevó a Los Ángeles, y allí había
vivido los últimos años, desperezando su cuerpo bajo el sol, dejando volar sus
ilusiones como una cometa que se eleva en una corriente de aire cálido.
Ahora todo aquello había quedado atrás.
El testamento de su padre lo había hecho volver, abandonar el único lugar en el
que había sido feliz. En él se especificaba que su único hijo debía encargase
al menos por diez años del negocio tras su defunción, y por mucho que le
disgustase la idea, Tom se sentía obligado a darle tras su muerte lo que nunca
quiso concederle en vida.
Su mente le decía que debía descansar,
pero no dejaba de dar vueltas sin rumbo por la casa, como un león enjaulado.
Se estremecía, perdido por las habitaciones de su infancia, recordando que su
padre no volvería a recorrerlas nunca más. El impacto de esa idea le provocó
náuseas. No podía seguir allí ni un segundo más.
Caminó por las viejas calles de la
ciudad, dejando que la lluvia incesante lo calara hasta los huesos. Tenía tanto
frío por dentro que ni siquiera notaba que el agua ya había traspasado la tela
de su gabardina. Su maldito karma lo había transplantado de raíz en una tierra
oscura que nunca había sentido como suya. Estaba perdido en un laberinto de
callejones y recuerdos, sin salida. Sólo le quedaba vagar por Berlín hasta el
agotamiento, quizás así podría dormir. Oh, sí. Por favor.
De pronto se detuvo. La noche lo había
sorprendido en un lugar que no conocía, y miró a su alrededor intentando
orientarse. No lo consiguió. A través de la delgada cortina de lluvia vislumbró
unas luces intermitentes que le hacían guiños en la distancia. Cansado y frustrado
se dejó llevar por el impulso de seguirlas, en realidad no le interesaba
demasiado cualquier otra opción. La entrada de lo que parecía un club del
arrabal era pequeña y estaba algo despintada, aunque las luces de neón cumplían
su tarea de disfrazar de magia su deterioro. Por primera vez en aquella ciudad
de cartón-piedra algo le parecía real.
El local era pequeño, pero acogedor.
Estaba envuelto en una luz tenue y salpicado de mesas redondas con faldones de
tela, todas ellas dispuestas alrededor de unsencillo escenario. Arrastró los pies
hasta la barra, dejando un reguero mojado a su paso. Exprimió sus rastas y se
quitó la gabardina empapada. Una copa le sentaría bien, y ese lugar era tan
bueno como cualquier otro. El escaso público aplaudía a un mago con chistera y
conejo blanco que había terminado su función. De pronto volvió a sentir el frío
mordiéndole los huesos, a pesar del cálido ambiente que lo envolvía. Era el
frío de los mármoles del cementerio, de la tristeza descarnada, del vaho de la
muerte aferrada a su cuerpo. Se hubiera arrancado la piel a tiras para
desprenderse de esa helada sensación que lo perseguía como una sombra.
Después del primer trago de vodka
comenzó a sentirse un poco más humano, así que pidió otro. Y otro más. Doble.
La música lenta de la sala, el murmullo de las voces, el chocar de las copas…
todo el ambiente le relajaba como un sedante suave. Encendió un cigarrillo,
disfrutando del breve calor de la llama en sus manos. Dio una onda calada y
dejó que el humo lo arrastrara lejos, muy lejos de allí.
De pronto la música subió. Tom miró distraídamente
el escenario, esperando a un malabarista con aros de colores o un espectáculo
de perros saltimbanquis. No le importaba demasiado. Fuera de aquel improvisado
refugio le esperaba más frío y más lluvia, así que no pensaba moverse de allí
hasta que sonaran las trompetas del apocalipsis o se terminara el vodka, lo que
pasara antes. Una melodía oriental cambió sus expectativas hacia un faquir o un
tragasables, pero se equivocaba. Algunos días después, Tom aún dudaba de si
aquel ser que había visto aparecer tras las viejas cortinas de terciopelo había sido real o la fantasía de un solitario
con algunas copas de más.
El maestro de ceremonias lo presentó
como “Bilhamhna, el bailarín de fuego” Poco a poco los murmullos se fueron
apagando, y sólo quedó en la sala un silencio expectante.Una hermosa criatura
de piel dorada se reveló sobre las tablas. Tenía una larga cabellera negra, tan
oscura como sus ojos finamente dibujados con kohl. Estaba prácticamente
desnudo, sólo llevaba una corta túnica de seda roja que cubría la
imprescindible. Unió las palmas de las
manos y las elevó sobre su cabeza, mostrando la extraña escritura que llevaba
tatuada alrededor de la cintura y en su costado. Nadie en aquella sala podía
apartar la mirada de su figura estilizada, tan frágil y flexible como la de un
sauce joven, pero aún más hermosa. Camino hacia el borde del escenario con los
pies descalzos, haciendo tintinean sus tobilleras de oro. Hizo un arabesco con
sus manos y las llevó hacia el frente, palmas hacia arriba en modo de ruego.
Tom notó su ardiente mirada clavada en él.
—¿Alguien me da fuego? — Preguntó, entonando
cada palabra con una exótica melodía, sin dejar de mirarlo. Tom se quedó
paralizado. Quería acercarse a esa belleza y darle cualquier cosa que deseara.
Se quedo con el mechero en la mano, petrificado, viendo como un hombre de la
primera fila recibía su radiante sonrisa de agradecimiento. En voz baja le
pidió que prendiera su encendedor y lo mantuviera en alto, casi frente a su
rostro. Entonces cerró los ojos, murmurando una suave letanía que a Tom le
recordó a una canción de cuna. De pronto, el sobrecogedor silencio que envolvía
su oración se rompió. Y comenzó la maravilla. Con extrema delicadeza, el chico
tomó la llama del mechero con la punta de sus dedos. En ese instante, una intensa luz rojiza iluminó su cuerpo, y
Tom contempló extasiado como un pincel incandescente iba trazando un intrincado
dibujo sobre su pecho desnudo. Parecía unas lenguas de fuego.
Cuando el milagroso diseño quedó
terminado, el joven abrió los ojos y sonrió. Aún tenía la pequeña llama
bailando en la punta de los dedos. Un jadeo de asombro llenó el silencio. Con
gentileza la acunó en su mano, como si fuera un pajarillo herido, y luego la
hizo deslizarse suavemente sobre la piel de su brazo. La llama viajó despacio
hasta su torso, danzando alrededor del ombligo al ritmo que marcaban sus
hipnóticos movimientos. El joven bailaba con el fuego, arqueando su cuerpo con
una sensualidad abrumadora, quebrando la cintura, haciendo sonar sus pulseras
con cada gesto. Ejecutaba una danza fluida, arcaica y luminosa, mientras hacía
rodar la pequeña lengua de fuego por la dorada superficie de su piel. Ante los
ojos asombrados del público, el chico se detuvo, jugando con la llama entre sus
manos. Entonces una lluvia de chispas de fuego brotó de ellas, arrancando
gritos de admiración y todos los aplausos de aquella noche. Y antes de que Tom
se diera cuenta de lo que había ocurrido, desapareció.
Esperó en la salida lateral durante
horas, bajo la fría lluvia de finales de octubre. El joven de los prodigios
salió por ella casi al amanecer. Llevaba un simple pantalón vaquero que le
quedaba ancho y una camiseta de algodón blanco. Tom sintió un escalofrío
serpenteando por su espalda al ver que se paseaba con los brazos desnudos bajo
el agua helada.
No le dijo nada, no fue necesario. El
chico sólo lo miró intensamente, sus ojos rasgados brillaban más allá del
maquillaje corrido por la lluvia. Alzó la mano, apenas rozando su mejilla con
la punta de los dedos. Tom sintió una brisa dulce templar su rostro.
—Vamos —dijo, alejándose bajo la lluvia.
Caminaba descalzo, ajeno al viento helado.
Tom siguió sus pasos hasta un antiguo
hotel cercano al club. La habitación del tercer piso era amplia y destartalada,
sin más adornos que algunas velas diseminadas por el viejo tocador. El joven
puso su mano sobre ellas y las fue encendiendo una a una, haciendo brotar la
llama con un pequeño chasquido de sus dedos. No era un truco vulgar, no podía
serlo. Se acercó a Tom, que lo observaba maravillado, incapaz de creer que
aquella criatura que lo miraba con el deseo ardiendo en sus ojos fuese real.
—¿Cómo te llamas? —susurró contra sus
labios. Necesitaba reducirlo a un nombre, atrapar entre sus sílabas la luminosa
esencia del chico para que no se le escapara.
—Soy Bilhamhna —musitó, su voz era suave
y ronca— Significa “coronado” en mi lengua nativa —. Instintivamente miró su
frente, encontrando en ella una pequeña marca de nacimiento en forma de
lágrima. El joven dejó un beso breve en la comisura de sus labios— Algunos me
llaman Bill.
—Bill… —repitió, saboreando el sonido
como azúcar en su boca. Guiado por la necesidad, apoyó la palma abierta en su
pecho, preso de una emoción que aún no sabía nombrar. Una ola de calidez
atravesó su mano y se extendió como una ráfaga ondulante por todo su cuerpo. Un
aroma penetrante a canela y especias lo inundó, haciéndole cerrar los ojos de
pura embriaguez. Sintió el latido de su corazón bajo los dedos, y a cada golpe
notaba su propia carne cada vez más cálida, más sensible.
Pronto llegaron los besos, las caricias
profundas y húmedas. La respiración de Bill eclipsaba cualquier otro sonido del
mundo, y su aliento desprendía un calor casi intolerable. El río quemante de la
sangre golpeaba sus manos a través de la piel dorada, atravesando su frialdad.
Bill ardía. Su lengua quemaba, derritiendo la escarcha que colapsaba su sangre
con cada lamida. El mágico desconocido danzaba sobre su sexo como una llama
sensual y viva, cada vez más resplandeciente, más ardiente y luminosa con cada
gemido. Arrasado por el orgasmo, Tom apenas pudo vislumbrar cómo la lengua de
fuego volvía aparecer en su pecho con el último grito de placer.
La mañana despertó fría y lluviosa de nuevo,
pero Tom se sentía arropado por un calor inexplicable. El aire olía a canela
tostada, el perfume de su cuerpo. Respiro profundo, deleitándose en el recuerdo
de Bill. Ya no le importaba empaparse de agua helada, había quedado para salir
a pasear con Bill y nada parecía atravesar esa aura cálida que abrazaba a su
cuerpo como una segunda piel..La sombra de la muerte lo había abandonado.
Bill lanzaba destellos, descalzo y
hermoso, en mitad de una enorme avenida llena de transeúntes. Tom lo cogió de
la mano, riendo de pura felicidad, comprobando que ese esbelto chico de labios
de fuego y ojos insondables seguía siendo real a la luz del día. Bill también
parecía feliz. Caminaron durante horas a través de calles heladas, absortos el
uno en el otro. Tom quería saberlo todo sobre Bill, y éste le contó su extraña
historia con palabras simples y profundas.
—Nací en la india, en un remoto
pueblecito del que seguro no has oído hablar — dijo con su aterciopelado
acento. Era curioso, Tom tenía la sensación de que el chico no estaba
acostumbrado a hablar de sí mismo. Esa muestra de confianza lo hizo gritar de
alegría por dentro— Era la noche de Shagnahir, el momento en que las puertas
entre los vivos y los muertos permanecen difuminadas hasta el alba. En
occidente lo llamáis la Noche de Todos los Santos, si no recuerdo mal —.
Sonrió— Mi madre murió al nacer yo, nunca la conocí. Mi abuela me decía que Agní
me había marcado con su dedo candente —musitó, señalando la marca de nacimiento
de su frente— y que su cuerpo no había tenido fuerzas para resistirlo. Ella me
enseñó muchas cosas, me mostró el camino que debía seguir.
—¿Agní? —preguntó Tom, fascinado.
—El Dios del Fuego —dijo con solemnidad— Él vive en mí, yo le pertenezco
—. Tom lo miró boquiabierto, incapaz de asimilar sus palabras. No le estaba
mintiendo, eso seguro, pero posiblemente aún creía en alguna vieja leyenda que
su abuela le había contado para dormir. Tom no quiso insistir. Provenían de
culturas muy distintas y él no podía juzgar las creencias de nadie, menos de
Bill. Intentó cambiar de tema y el joven lo siguió con naturalidad, riendo con
sus bromas, hablando de todo y de nada, inmersos en una burbuja de calidez que
desmentía el otoño de Berlín. Al caer la noche, Tom le pidió una nueva cita,
pero Bill se la negó—. Sólo puedo verte una vez más, muy pronto tengo que
marchar de aquí — murmuró apenado.
¿Por qué? — Tom no podía comprender lo
que le estaba diciendo, por más que lo intentaba— ¿Por qué tienes que
marcharte? — Gritó, una súbita angustia congelando su sangre.
—Así es mi vida— susurró, bajando los
ojos—No puedo quedarme mucho tiempo en ningún lugar, no debo echar raíces. Puedo
controlar el fuego, danzar con él, atravesar un incendio y salir intacto… pero
debo pagar un precio. Yo no lo elegí, simplemente sigo el único camino que
encuentro ante mi, cumpliendo las reglas sagradas que aprendí desde pequeño—
Alzó la mirada— Mi don es mi maldición.
—¿Y por qué me cuentas todo esto? —dijo,
perdido en su indignación— Si tú sabías que esto iba a ocurrir, ¿por qué te
acercaste a mi anoche? No entiendo nada —añadió con voz quebrada. Bill lo miró
a los ojos, reflejando en sus negras pupilas su propia desesperación.
—Vi una sombra helada sobre ti —dijo con
sencillez — Sentí el frío colapsando tu corazón y el deseo se apoderó de mi. No
pude evitarlo… ni siquiera ahora puedo —gimió, apoderándose de boca con un
gruñido hambriento. Tom sintió su lengua húmeda y ardiente y creyó morir de
placer. Notaba como su piel se tornaba cálida y receptiva, vibrante de
ansiedad. Bill se separó de sus labios un instante, emitiendo un suave quejido—
Te necesito, Tom. Es la primera vez que… — sus últimas palabras se perdieron
dentro de un nuevo beso, que arrasó sus sentidos y los llevó casi en volandas a
la vieja habitación de hotel.
Las prendas cayeron echas jirones en el
suelo, entre fuertes caricias y jadeos ahogados. Ambos parecían poseídos, embriagados
por el sabor del otro. No tenían manos ni bocas suficientes para calmar su
ansiedad, necesitaban besar, tocar y morder cada centímetro de piel desnuda.
Bill se abrió para Tom con sus propios dedos, y con cada estocada certera su
cuerpo se encendía como un millón de luciérnagas. Tom nunca olvidaría cómo Bill
se aferró e sus rastas con fuerza, susurrando su nombre entre suspiros
agónicos, pidiéndole más y más. Aunque viviera mil años, no podría borrar de su
memoria sus besos de fuego líquido, la sensación candente de sentirse enterrado
en su interior, la seda quemante de su sexo en la boca.
El climax se acercaba. Una llamarada invisible
los envolvía, bañándolos en sudor. El calor aumentaba, los cuerpos ardían, el
calor era casi insoportable. Más allá de las cuatro paredes de su habitación
seguía lloviendo, el viento helado se colaba a través de las ventanas mal
cerradas, los relámpagos rompían la noche en pedazos… pero para ellos la
existencia se reducía al aliento que compartían, a sentir la piel del otro al
borde de la combustión. De repente, el pecho de Bill se incendió, iluminando la
estancia con más fuerza que el rayo. La gran lengua de fuego comenzó a
extenderse, a enroscarse como tentáculos de magma por toda la piel. Bill se
retorcía bajo sus últimas estocadas, los dientes apretados y las manos
empuñando las sábanas con gesto de angustia. Las lenguas ardientes que brotaban
de su plexo solar, palpitaban cada vez con más viveza, con más intensidad… y
entonces llegó el orgasmo.
Un grito sobrehumano atravesó el
silencio de parte a parte. Tom sintió un crujido atroz en sus entrañas, pero el
dolor que sentía no era suyo. El placer lo había cegado por un momento
infinito, y apenas se dio cuenta de que ese cortante alarido venía de Bill.
Cuando al fin pudo reaccionar, lo vio roto sobre las sábanas, tembloroso, con
los ojos arrasados de lágrimas y el rostro desencajado. Algo se había quebrado
en su interior. Algo que parecía irreparable.
Tom quiso apartar de su cara el cabello
pegado por el sudor, acurrucarse junto a él, acunarlo entre sus brazos y
prometerle que todo saldría bien… aunque en realidad no sabía quéhabía
provocado una reacción tan terrible en Bill. No pudo hacerlo.
Bill lo apartó de su lado de un
manotazo, lloroso y desesperado.
¡Vete! — Gritó, empujándolo hacia la
puerta con una mirada calcinante— ¡Vete, por favor! ¡Te lo ruego, no vuelvas a
buscarme nunca más! — Tom estaba trastornado y Bill completamente fuera de sí.
Intentó tranquilizarlo, preguntarle, entender, pero todos sus intentos fueron
inútiles. Sólo alcanzó a tomar lo que quedaba de su ropa y salir de la
habitación con un portazo cargado de frustración.
Bill nunca vio cómo Tom se detuvo en la
escalera al sentir el dolor de una quemadura en su pecho, ni que la huella de su
mano había quedado marcada a fuego en él.
Tom nunca vio cómo Bill se hacía una
bolita sobre la cama, apretando entre sus dedos crispados las sábanas
ennegrecidas y manchadas de ceniza.
Desde ese momento, Tom lo buscó por
todas partes sin ningún resultado. Vagó por las calles abarrotadas de Berlín,
estuvo en el Club donde lo había visto danzar por primera vez; preguntó a los
camareros, a los clientes frecuentes… nadie lo había visto. Según el dueño del
local, al que consiguió entrevistar después de varias citas falsas y una
botella del mejor Whiskey, su contrato seguía vigente, pero él no había
aparecido desde hacía cuatro noches. Probó en el hotel, pero nadie supo darle
información. Quizás se había marchado de la ciudad, y todo indicaba que no
pensaba volver.
Las noches y los días se sucedían como
una misma línea gris sobre el asfalto. Las horas pasaban exactas unas a otras,
siempre solitarias, siempre cubiertas de escarcha. De pronto, uno de esos días
dejó de ser idéntico al anterior. Caminando sin rumbo por la ciudad, Tom se
tropezó en la calle con algunos niños que jugaban y reían, disfrazados de
pequeños monstruos y llevando cestas repletas de dulces de colores. La imagen
lo hizo sonreír débilmente, aunque el frío de su corazón se mantenía
inquebrantable. Entonces recordó algo: esa noche era el cumpleaños de Bill.
Tenía que verlo lo necesitaba demasiado para abandonar su búsqueda. Moría de
tristeza al pensar que podría estar solo la noche de su cumpleaños.
Dejándose llevar por una repentina
calidez que parecía guiarle, se encaminó de nuevo al hotel, cargado de
esperanzas renovadas. No se limitó a preguntar en recepción, sino que directamente
subió los tres pisos a grandes zancadas
y se paró jadeante frente a la puerta de su habitación. Sintió la calidez subir
de intensidad en su pecho. Bill estaba
muy cerca, quizás al otro lado de ese trozo de madera. Giró el picaporte, pero
estaba cerrada con llave. Tom no se detuvo por ese pequeño inconveniente,
empujó la puerta con todas sus fuerzas, y en un par de sacudidas la vieja
cerradura cedió.
Entró como una tromba en la habitación,
buscando a Bill con la mirada inquieta. A primera vista el cuarto estaba vacío.
La antigua cama conservaba las sábanas manchadas y revueltas, las velas estaban
apagadas. Sólo la luz de la luna alumbraba la solitaria estancia. Sin embargo,
un hondo quejido llamó su atención. Bill estaba en el suelo, la cabeza gacha,
encogido en un rincón donde no llegaba la luz. Al oír sus pasos, intentó
detenerlo con un gesto de la mano.
— Tom — Su voz sonaba hecha pedazos— No
deberías estar aquí, márchate — Tenía un acento tan triste que Tom no pudo
resistirlo. Se arrodilló junto a él, notando el intenso calor que irradiaba sin
haberlo tocado.
—¿Qué te ha pasado, Bill? ¿Estás
enfermo? —Tom miró con preocupación el aspecto famélico del joven arrinconado
contra la pared— Dime lo que te pasa, yo quiero entender, quiero ayudar. Yo…
—De pronto, Bill alzó la mirada, muy despacio. Parecía abrasar su piel como un
láser doble.
—Es la noche de mi nacimiento, no
deberías estar aquí —su acento seguía siendo dulce y especiado— Esta noche la
vida y la muerte se confunden, y los dioses vuelven a tomar lo que es suyo —
Tom recordó la leyenda, negándose a creer una sola palabra de ella — Yo era
Bilhamhna, el coronado, el protegido de Agní. Podía controlar el fuego pues era
parte de mí, como la sangre o el corazón. Era un hermoso don, pero me lo han
arrebatado.
—No lo entiendo, Bill —balbuceó, entre
el asombro y el dolor.
—Rompí las reglas, mi protección se ha
quebrado —musitó, tendiendo a Tom la palma de su mano. Éste vio horrorizado como
la suave piel que había explorado su cuerpo con sensuales caricias, ahora
estaba cubierta de heridas y cicatrices abiertas. Parecía que hubiese sostenido
carbones encendidos durante horas— Ya no puedo controlarlo. Aquella noche,
contigo, sentí algo que… no puedo explicar. Y el velo se rompió —Tom asintió en
silencio, él había notado ese espantoso crujido en su interior, aunque no sabía
qué significaba.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Tom,
levantándose y buscando en los cajones del baño— ¿No tienes vendas, o algún
desinfectante? Esas manos no pueden quedarse así. Te llevaré al hospital si es
necesario —. Estaba frenético.
—No, no puedes ayudarme —murmuró,
incorporándose y saliendo de la sombra— es mi propio fuego el que me abrasa por
dentro. Si de verdad quieres hacer algo por mí, márchate —pidió. Tom se giró y encontró
su rostro iluminado por la luz de la luna. Sus labios estaban horriblemente cauterizados,
al igual que el torso y el cuello. En sus ojos negros danzaba una llama
poderosa y aterradora.
—Quiero quedarme contigo —repuso, con un
hilo de voz— Tu llenas de mi vida de calor cuando el frío amenaza con
devorarme. Déjame — se acercó a sus labios heridos y dejó un suave beso en ellos.
Bill cierro los ojos, suspirando… pero entonces su boca empezó a quemarse de
nuevo, desbordando los labios y abrasando la piel de la barbilla. El joven se
retorcía de dolor. Tom no sabía cómo reaccionar— Bill… yo… ¡no quería hacerte
daño! —Quería tocarlo, darle algún consuelo, pero Bill daba manotazos ciegos al
aire para que no se acercase.
—¡No, Tom! —gritó— No contigo, no esta
noche — intentaba sofocar el dolor con sus manos heridas— Esto es de lo que he
intentado huir toda mi vida, por eso no me quedo más de quince días en un
lugar, ni tengo más de dos encuentros con una misma persona…— se dejó caer en
el suelo, agotado— pero tú has prendido el fuego con tus emociones, has
incendiado las mías hasta arrasar con todo lo que era… tu sola presencia me
inflama por dentro, ¿no te das cuenta? Aléjate… aléjate o mi maldición te
reducirá a cenizas.
Tom no supo cuando comenzó a llorar, ni
cuando tomó la decisión de coger a Bill por la cintura y acercarlo a su cuerpo.
El recuerdo de la vida que le esperaba al salir de aquella habitación volvió a
él, con su carga de obligaciones, frío y melancolía. Una vida helada, marchita
antes de florecer. Sus lágrimas cayeron sobre Bill, y se evaporaron antes de
tocar su piel. Lo abrazó despacio, sintiendo las heridas ardientes de su pecho,
acariciando su espalda con cuidado. Su cabello seguía perfumado de canela, como
la primera vez que lo vio. Fue dejando pequeños besos por el cuello,
contemplando como Bill se hacía fuego líquido bajo su toque, a pesar del dolor.
Tomó su sexo en la mano y apretó lo justo para hacerle gemir. Su pecho se
inflamó con una luz rabiosa, cegadora. Las lenguas de fuego se retorcían,
sacudiéndose, acaparando toda la carne a su alcance. Bill gritaba, jadeaba por
aire, ardía de placer. Tom lo miraba, embelesado, atrapado por su calidez
extrema. Lo miró a los ojos, en ellos estaba su decisión. Bill asintió entre
lágrimas de vapor. Las llamas lamieron enardecidas la piel de Tom, y muy pronto
un remolino de fuego los envolvió en una espiral incendiaria, doliente,
apasionada. Sus cuerpos quedaron calcinados.
Las cenizas se mezclaron en el suelo de
la habitación.
http://infinityisntsofar.blogspot.com.es
Hola, acabo de empezar una fic, por si te interesaría pasar y leer^^