Tercer puesto:
Globos color sangre por Twincestoxa
Viernes 26/Enero/2001
Bill y yo hurtamos las medias de mamá para hacer una resortera. Cuando preguntó por ellas le dije que el perro de la vecina se había colado en nuestro patio y las había mordisqueado.
Jueves 01/Febrero/2001
¡Qué día! Hoy nos comimos el pastel que mamá había preparado especialmente para su trabajo. No tenía intención de convidarnos y tuvimos que poner manos a la obra. Cuando mamá preguntó por él con la cara hinchada de coraje, Bill le dijo que lo habíamos tirado a la basura porque estaba podrido. Yo me lastimé la espalda de tanto reír.
Bill y yo hurtamos las medias de mamá para hacer una resortera. Cuando preguntó por ellas le dije que el perro de la vecina se había colado en nuestro patio y las había mordisqueado.
Jueves 01/Febrero/2001
¡Qué día! Hoy nos comimos el pastel que mamá había preparado especialmente para su trabajo. No tenía intención de convidarnos y tuvimos que poner manos a la obra. Cuando mamá preguntó por él con la cara hinchada de coraje, Bill le dijo que lo habíamos tirado a la basura porque estaba podrido. Yo me lastimé la espalda de tanto reír.
Sábado 10/Febrero/2001
¡San Valentín está cerca! Y hoy fui a comprar los globos al supermercado. Lo que no notó la señorita que atendía la caja fue la otra bolsa de globos rojos que tenía escondida bajo mi playera. Sorprenderé a Bill el catorce. Esta vez volaremos más alto.
¡San Valentín está cerca! Y hoy fui a comprar los globos al supermercado. Lo que no notó la señorita que atendía la caja fue la otra bolsa de globos rojos que tenía escondida bajo mi playera. Sorprenderé a Bill el catorce. Esta vez volaremos más alto.
Miércoles 14/Febrero/2001
Tom, al subir hasta el tejado sin el permiso de mamá junto con los cientos de
globos rojos que había conseguido especialmente para nosotros, resbaló a causa
de una teja floja que no notó y cayó doce metros abajo. Mientras él caía los
globos flotaron y para mi desgracia, pienso que Tomi se elevó junto con ellos
porque aquí abajo, ya no despertó.
Bill masajeó sus ojos tras cerrar el diario de su gemelo,
rememorando esas últimas palabras que se habían escrito. El incómodo nudo en su
garganta se hizo presente como ocurría siempre que repasaba el fin de aquellas
páginas.
Reposó El Diario de las Travesuras (como Tom hacía llamar a
su cuaderno), en la mesita de noche y se hizo un ovillo en la cama.
Palabras que hace seis años estuvieron vivas, ahora no eran más
que letras muertas.
El 14 de febrero estaba cerca y eran esos días cuando más le
invadía la melancolía. ¿Cómo celebrar el que se supone es el día más amoroso y
alegre cuando precisamente San Valentín le había arrebatado brutalmente a su
hermano? Simplemente una idea atroz.
Aún venían imágenes de ese día a su mente.
Las cortinas se elevaron como si una delicada brisa inexistente
entrara por la ventana. Era como si éstas mismas quisieran darle la bienvenida
a la luz del sol que todas las mañanas imploraba por entrar; pero eso jamás
sucedía. No se sentía digno de tener luz cuando a Tom le faltaba.
Lo más triste es que todo había sucedido por un noble detalle…
A los dos les gustaba San Valentín, no eran fanáticos del día pero
ellos tenían su propia tradición infantil. Compraban un par de globos en forma
de corazón y desde el patio de su casa los dejaban viajar por el cielo hasta
que ninguno de los globos quedaba al alcance de sus vistas, entonces se
abrazaban. Aquello era tan insignificante para muchos, pero realmente
importante para ellos. Siempre habían imaginado vivir juntos el resto de sus
vidas lo más lejos posible. Amaban a su madre, por supuesto, pero ellos
deseaban explorar nuevos horizontes.
Y de eso se trataba: mientras más lejos flotaran los corazones más alto ellos
triunfarían y, curiosamente, los globos jamás se separaban.
Llevaban haciéndolo desde los ocho años pero esta última vez Tom
había decidido cambiar un poquito las cosas.
Pensó que mientras más cerca estuviera del cielo, más alto
volarían y si había más globos que adornaran a esos dos únicos corazones sería
un espectáculo mucho más atractivo. Pero no contó con aquella teja traicionera
que le hizo perder el equilibrio con facilidad.
Bill había visto la caída hasta su duro impacto contra el suelo.
Lloró al no reconocer el rostro de su hermano cuando los paramédicos lo
levantaron. Aún recordaba ver su cuerpecito tendido en el suelo con un corazón
atado a su muñeca. El otro globo voló solo y se perdió entre las nubes.
—¡Bill, tus tíos y tu prima llegaron! ¡Ven aquí a recibirlos!
El chico de ahora diecisiete años maldijo por lo bajo. Sin
voluntad, se levantó y deambuló como un zombi por la alcoba de ambos hasta la
puerta. Porque sí, de alguna manera Bill sentía que esta habitación aún seguía
compartiéndola con Tom. Y justamente cuando el pelinegro cerró la puerta tras
él, una fotografía de su gemelo que decoraba una pared salió disparada hacia la
puerta, haciendo añicos el vidrio del marco al impactarse contra ésta.
El ambiente era húmedo y frio. Un mosaico con diferentes tonos de
grises descoloraban el cielo. Se desataría una tormenta en pocos minutos.
—¡Hey! Suelta mi zapato, niña mala —Lizza correteó por los
alrededores del jardín trasero intentando atrapar a Emma, la única perrita de
su primo.
El pelinegro, aunque intentó reír por la escena, los tensos
músculos de su quijada no se lo permitieron. Desechó aire y bajó la vista,
conectando nuevamente sus castaños ojos con los de su gemelo, esos que habían
quedado inmortalizados en aquel retrato.
Se había encajado diminutos fragmentos de vidrio en sus blandas
yemas dactilares al retirarlos uno por uno de la foto, limpiándose las gotas
carmesí en su oscuro pantalón.
Era un hecho. De aquí en adelante la fotografía se quedaría sin
enmarcar. No tenía caso hacerlo por milésima vez; sabía que a la mañana
siguiente aparecería roto.
Abrazó la imagen de Tom y con lentos movimientos se balanceó en el
columpio. El frio lo rozó como un débil beso en la mejilla. Aún recordaba lo
felices que se habían puesto años atrás cuando su madre inesperadamente se los
instaló en el jardín. Ninguno se despegó del columpio hasta que fue hora de
dormir.
Qué tiempos…
Su prima, la pequeña del rizado cabello castaño de apenas diez
años, no dejaba de correr y reír con Emma detrás de ella. Tampoco paraba de
animar a Bill a unírseles, a lo que el pelinegro simplemente continuaba
posponiéndolo para quizá otra ocasión.
Balanceó sus pies contra la tierra húmeda, admirando la sonrisa de
su pequeño hermano en la fotografía cuando un estridente trueno surgió de las
alturas, haciendo saltar a su primita.
Alzó la vista al cielo, desviando la mirada en el último segundo
al notar algo en la ventana de su habitación.
Un chirrido molesto emanó del columpio cuando Bill se levantó
bruscamente mientras intentaba aspirar el aire que no llegaba a sus pulmones.
Las puntas de sus dedos se quedaron sin sangre al apretar con fuerza el marco.
Su hermano Tom, le sonreía desde su ventana.
Una liviana membrana de agua le nubló la vista. Quizá por la
impresión, quizá por no parpadear.
—Tomi… —apenas murmuró.
Una mano tomó por sorpresa a Bill y éste se apartó descuidadamente
del contacto. Notó que su prima lo miraba con angustia.
—¿Estás bien, Billy?
Asintió.
—Será mejor que entremos, Lizzy. Comenzará a llover —la tomó de la
mano y Emma los siguió.
No volvió a mirar hacia la ventana, no quería hacerlo.
Quizá había tatuado intensamente la imagen de Tom en sus pupilas,
que simplemente ellas lo engañaron al plasmarlo en la ventana de su alcoba. O
eso quería creer Bill. Aunque claro… en la fotografía no llevaba puesta una
playera color azul.
Los grados descendieron palpablemente en su habitación. Bill lo
sintió y se despertó tiritando.
El reloj iluminaba las 2:45am.
No hacía más de cuatro horas que había terminado de cenar junto
con su madre, sus tíos y prima, quienes pasarían tres días de visita en su
casa. Y aunque de verdad intentó convivir con ellos, no lo logró. Terminó
retirándose de la mesa mucho antes de lo habitual.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la densa oscuridad, se apoyó
sobre sus codos en busca de una manta que lo calentara, cuando un escalofrío le
estremeció todo el cuerpo. Miró sigilosamente la causa de ello.
Una pequeña silueta lo vigilaba desde la puerta.
—Lizzy… ¿qué pasa? ¿Tienes miedo? —Un bostezo apagó sus palabras y
el cansancio le arrulló el cuerpo. Recostó la cabeza nuevamente en la almohada
y cerró los ojos pesados de sueño—. Ven, duérmete conmigo —se recostó de lado y
en segundos un peso ligero se unió a la cama junto a él.
Pasadas las tres de la madrugada, un suave contacto lo acarició de la nuca a la
cintura una y otra vez, alertando por segunda ocasión al pelinegro quien logró
abrir los ojos.
Lizzy quería llamar su atención, Bill lo percibió. Estiró el cuerpo y giró
hacia ella.
—¿No puedes dorm…? —Pero se le atascaron las palabras.
Su prima no se encontraba junto a él…
… nunca lo estuvo.
Asustado, miró por todos lados de la habitación pero al instante, un ruido bajo
su cama lo interrumpió.
Se le erizó la piel. Rápidamente se envolvió bajo las sabanas con la cabeza
doliéndole por la fuerza que empleaba al apretar los dientes. Entonces,
temblando, bajó la mano por el borde de la cama.
Una nariz suave y húmeda lo consoló y Bill pudo respirar normalmente… sólo un
poco.
Emma estaba ahí.
Los gemelos acostumbraban a esconderse bajo la cama después de haber armado una
travesura, especialmente el inquieto Tom. Pero tras su muerte, a Bill le costó
bastante trabajo dormir solo. Él juraba que todas la noches escuchaba ruidos
bajo su cama y Simone, para calmar las angustias de su hijo, le compró un perro
al quien entrenó para dormir bajo ella.
De ahora en adelante si Bill escuchaba algo anormal, simplemente dejaba caer su
mano y un lengüetazo le informaba que su perra estaba ahí acompañándolo.
Y en esta ocasión, rezó porque así fuera.
Las manos seguían temblándole y debido a ello, el cigarrillo entre sus dedos
continuaba apagado. Cuando por fin triunfó al encenderlo, dio una lenta y pura
calada y pronto el humo se adueñó del ambiente. Era inútil, no lograba
tranquilizarse.
Apoyó la cabeza en el wáter del baño y estiró las piernas en el frio suelo
donde permanecía sentado. Aunque intentaba pensar en otra cosa, su mente
simplemente no se lo permitía.
Esta mañana se había despertado más tarde perdiéndose el desayuno. Aun así bajó
tranquilo, topándose con sus tíos Mary y Klaus, quienes le sonrieron al verlo.
Su prima comía galletas en un rincón de la cocina y ésta le obsequió una.
Cuando Lizza comenzó a contarle lo bien que se lo había pasado anoche junto con
Simone y su madre al desvelarse hasta las tantas por estar viendo un maratón de
películas Disney, se le esfumó el apetito.
Fue como si su prima le abofeteara en la cara al confirmarle que no había
acudido a él anoche.
Dio otra profunda calada a su tercer cigarrillo y tosió un poco, sintiendo sus
costillas sacudirse por la convulsiones.
Cuando tomó un nuevo tubito tóxico, la puerta se abrió. Su mirada impactó con
la de su madre.
Simone apretó la manija de la puerta y, mirando lo demacrado que estaba su hijo,
suspiró. No era nuevo encontrarlo fumando a escondidas por cualquier rincón de
la casa, y mucho menos lo era el motivo del por qué lo hacía. Simone se
preguntaba si algún día su hijo superaría esta paranoia.
Tanto como Bill, ella había sufrido mucho la muerte de su pequeño. Una parte de
ella había muerto junto con Tom, pero no se podía dejar vencer. Tenía otro hijo
por quién vivir y con todo el dolor de su corazón aprendió a superarlo, cosa
que por supuesto Bill no había logrado.
Quería que se recuperara. Cuando él le contó sobre los extraños sucesos que lo
atormentaban, incluso intentó llevarlo al psicólogo por lo mal que su mente lo
estaba tratando; pero él no quiso dejarse ayudar al asegurar que no se trataba
de algo mental.
Simone llegó al punto más alto de desesperación al ver que él no hacía nada por
tratar de superar el trauma, y ella realmente ya no supo qué hacer. De
cualquier forma Bill jamás la escuchaba. Así que rendida, permitió que se
desahogara como quisiera si eso lo hacía sentirse mejor.
—Que tus tíos no te encuentren fumando.
El pelinegro asintió con el pitillo en la boca y Simone, sin recibir ni una
sola mirada, salió cabizbaja del baño.
Sus pasos apenas se escucharon al entrar a su casa. Bill abandonó su abrigo y
mochila escolar en el perchero de la puerta. La caminata nocturna que dio
después de la escuela tampoco lo ayudó a relajarse. ¿Pero cómo podría hacerlo
sabiendo que dentro de dos días se cumplirían ya seis años de la muerte de su
hermano? No lo conseguiría. Y menos aún al saber que, de alguna manera, Tom se
lo estaba recordando.
—Cariño, ¿quieres cenar? —Simone lo recibió con un beso en la mejilla mientras
Bill saludaba a sus tíos quienes sentados en el comedor, le insistían que los
acompañara.
—Comí algo de regreso a casa. No tengo hambre.
Y sin agregar más, subió las escaleras hacia su habitación.
Cuando giró el pomo de la puerta y ésta se abrió, la penumbra del interior le
dio una siniestra bienvenida. No tenía intenciones de encender la luz, nunca lo
hacía, pero al momento en el que entró y chocó contra algo, enseguida presionó
el interruptor.
Se llevó una mano al corazón y con torpeza retrocedió varios pasos, sintiéndose
desfallecer.
Estaba a un paso del infarto…
Un centenar de globos rojos danzaban frente a él. Donde quiera que miraran sus
aterradas córneas, un globo del color de la sangre le saludaba con saña.
Bill tuvo que reprimir un grito cuando Lizza, escondida detrás de la puerta,
saltó hacia él con un monstruoso Boo.
El oxígeno seguía sin regresar a sus pulmones.
—¿Te gustó mi sorpresa? Tu mamá me dijo hace tiempo que te gustaban mucho los
globos y…
—… Los odio… —masculló entre respiraciones.
Lizza temblequeó.
—¿Cómo?
—¡Los odio, los odio, los odio! Yo… detesto los globos —tomó uno en forma de
corazón que flotaba a su lado y lentamente comenzó a estrujarlo entre sus manos
hasta que explotó.
La pequeña se espantó inconscientemente.
—Yo… no sabía. Pensé que como ya se acerca San Valentín, esto te animaría un
poquito. Lo siento.
Bill relajó su enojo aflojando sus puños y respiró profundamente. Lizzy no
tenía la culpa de sus paranoias. Se agachó a su altura y le acarició la cabeza.
—No te preocupes, no es culpa tuya. Es sólo que… estoy un poco cansado y no me
lo esperaba. Y bueno, mirándolo bien, n-no están tan mal —mintió.
Lizzy, recuperando su alegría, abrazó a su primo y salió de la habitación. Y
Bill, ignorando su entorno, fue directo a la cama donde cerró los ojos con
fuerza.
Tras unos minutos las luces de su alcoba parpadearon y pronto la luz se esfumó;
pero él no lo notó… ya estaba dormido.
—Basta… por favor —suplicaba Bill con las manos cubriendo sus oídos. Pero
cuando otro globo reventó y mató al silencio, supo que no sería así.
Hacía más de unos minutos que la explosión de un globo lo había despertado
abruptamente a mitad de la noche y de ahí no habían cesado, yendo de uno en
uno. Casi no podía ver nada, la oscuridad se lo impedía y de cualquier forma,
Bill no quería hacerlo.
Uno nuevo Bum se escuchó detrás de su espalda y él, únicamente, se
encogió sobre su cama.
Era como si alguien estuviese ahí
extinguiendo los globos con una aguja.
El silencio suavizó el lugar durante varios minutos. Bill se atrevió a abrir
los ojos.
Un corazón rojo se encontraba frente a él. Sus parpados se congelaron y una
gota de sudor resbaló por su frente.
El globo explotó en su cara.
Rápidamente bajó la mano y comenzó a sacudirla con desesperación al no sentir a
Emma responderle. Se alteró. Estuvo a punto de salir corriendo cuando una
lamida sobre sus dedos lo calmó.
Aun así los globos siguieron reventando durante toda la noche.
—¿C-cómo que Emma durmió afuera? —Un hacha imaginaria cercenó su cabeza y ésta
rodó por el suelo.
Así se sentía Bill tras la confesión de su madre.
—Lo siento, no me di cuenta. Ayer la saqué al patio trasero por un rato y como
toda la tarde estuve entretenida con tus tíos me olvide de ella. Pero tiene su
casita ahí, no creo que lo haya pasado mal.
Bill comenzó a temblar involuntariamente mientras estrangulaba un tenedor hasta
que sus nudillos se tornaron blancos.
—¿Cariño…?
—E-eso no es posible. ¿Por qué me mientes? —El pedazo de sandía que se había
comido, sentía que estaba a punto de vomitarlo.
Simone frunció el ceño.
—Te estoy diciendo la verdad. De hecho tus tíos fueron quienes la dejaron pasar
esta mañana cuando salieron a pasear. Emma no pudo pasar la noche en tu cuarto…
—¡Emma durmió bajo mi cama como siempre! —se exaltó—. Mamá, yo la sentí y
escuché… ella estuvo conmigo —dijo apenas con un hilo de voz.
A Simone el mundo se le vino abajo.
—Bill, no hagas esto de nuevo. Creí que ya lo habíamos superado; nada malo
sucede en tu cuarto y lo sabes. Simplemente te estás imaginando cosas y…
—Yo no puedo con todo esto.
E ignorando a su madre, Bill se levantó de la silla y subió corriendo las
escaleras directo a encerrarse al baño cuando, pasando por su habitación, un
ruido en el interior le obligó a detenerse.
Y encontrando valor, se atrevió a abrir la puerta.
Nada más fue entrar para darse cuenta que las cosas estaban mal.
Quizá peor…
Sintió que tragó espinas en vez de saliva.
El Diario de las Travesuras que había guardado en un cajón, ahora
descansaba abierto de par en par sobre su cama…
… y no había sido él quien lo había colocado ahí.
Dudoso, se acercó lentamente hacia la cama notando algo inusual en el diario
conforme iba avanzando. Con el pulso tembloroso, lo tomó entre sus manos.
El frio se hizo presente de nuevo en su habitación.
Ahí, justo después de donde Bill finalizó el diario, había algo más escrito.
Acalló un quejido de horror al reconocer la letra grande y clara de Tom. Sus
ojos inyectados de sangre releyeron por décima vez el reciente mensaje que lo
mantenía aterrado.
No podía ser cierto…
No podía ser posible; pero ahí estaba:
“No sólo los perros lamen”
Soltó el diario como si éste le quemara y huyó de él, cubriéndose la boca con
ambas manos, reteniendo los cientos de gritos que le estrujaban la garganta.
Sus ojos comenzaron a lagrimear.
De tan sólo pensar en lo cerca que había tenido a Tom ahí bajo su cama, lejos
de alegrarlo le aplastó el corazón. Ya no era divertido…
Como un desquiciado, se escabulló hasta un rincón de su habitación. Abrazó sus
rodillas y comenzó a hipear entre su colérico llanto.
—¡Ya no más, por favor, ya no más! —dio un golpe de impotencia contra el suelo
y sin poder contenerse ni un segundo más, soltó un grito desde lo más hondo de
su garganta al ver cómo el diario que yacía abandonado, se deslizó velozmente
por el piso hasta ocultarse por debajo de la cama.
Más rápido de lo que se tarda en contarlo, su madre ya se encontraba en la
habitación con el miedo recorriéndole las venas al ver a su hijo gritando y
llorando contra la pared mientras se golpeaba la cabeza con los puños.
—¡Bill! —corrió hacia él y el pelinegro al verla se lanzó contra sus brazos,
sudando y temblando incapaz de dominarse.
—¡Ya no lo soporto, mamá, ya n-no puedo!
Simone lloró con él, como sólo una madre puede hacerlo por su hijo y lo abrazó
tan fuerte como si así pudiese sanar su dolor.
Esa noche Bill durmió con su madre.
¡BILL!
Despertó al escuchar su nombre entre sueños… quizás no.
Se sentía tan agotado y apenas podía moverse. La negrura de la noche lo cansaba
aún más.
No reconoció la voz, ni siquiera sabía si era real; pero cuando un ruido resonó
por el pasillo, comenzó a pensar que sí.
Seguía acostado en la habitación de su madre y al girar la cabeza, ella
dormitaba a su lado.
Escuchó a alguien correr por el pasillo.
Quizá Lizzy… no. No se engañaría de nuevo.
Los pasos se escucharon nuevamente, como si alguien corriera de un lado a otro,
jugando. Y Bill, cogiendo varias bocanadas de aire, fue hacia la puerta
cuidando en no despertar a su madre, dispuesto a acabar con todo esto.
Mañana era San Valentín. Fue lo primero que recordó.
Salió al pasillo encontrándolo completamente vacío. Su mano se mantenía
apretando la cruz que colgaba de su cuello.
Una tabla crujió bajo su pie al pisarlo y dio un brinco cuando Emma, quien
salió de su cuarto, le brindó un pequeño ladrido entre la oscuridad.
Su alma regresó a su cuerpo al verla.
—Dime que eras tú quien corría por… —calló al ver a su perra comenzar a
gemir y retroceder sin apartar la mirada de él— ¿Emma…? —un escalofrío le caló
hasta los huesos.
Emma corrió escaleras abajo. Bill se quedó completamente solo en el corredor. O
eso pensó hasta que sintió un leve soplo sobre su nuca. Apretó la cruz y
lentamente, giró.
Por un segundo quiso gritar, correr o meterse de nuevo entre las sabanas junto
a su madre, pero no lo hizo. Bill decidió resistir a pesar de que su mente y
cuerpo le imploraban que hiciera todo lo contrario.
Un brillante y rojo corazón flotaba al final del pasillo. Él sabía que ninguno
de los globos que Lizzy le regaló había sobrevivido.
—Tomi —susurró mientras se tallaba los ojos evitando las lágrimas. Se atrevió a
avanzar un paso, pero enseguida paró.
¿Hacía lo correcto? ¿Debía seguir avanzando?
Y dando otro paso, decidió que sí.
Llegó hasta el corazón que se mantenía rígido a pesar de su ligereza y cuando
estuvo a punto de tocarlo, como el movimiento de una pluma, el globo comenzó a
avanzar. Lo observó y vio a dónde se dirigía: las escaleras que conducían a la
azotea.
El globo reventó cuando se elevó.
Bill comprendió. Agarró el barandal y alzó la vista.
—¿Quieres regresar? —observó una foto de los dos sobre un mueble, sonriéndose
entre ellos. Subió un escalón—. Entonces regresa.
Y tras subir al tejado, una ráfaga helada le golpeó el cuerpo como una roca.
Cerró los ojos y un último suspiro emanó de sus labios.
La puerta se cerró con un clic.
El pasillo se quedó vacío y en silencio.
Simone lavaba los trastos mientras que su hermana preparaba el desayuno y su
cuñado jugaba con su hija.
—¡Mami! —De pronto, unos delgados brazos la rodearon con fuerza por la espalda
y Simone se sobresaltó— ¡Feliz San Valentín!
Recibió un gran beso en la mejilla y volteó a ver a su hijo, quien le sonreía
de oreja a oreja. Ella lo imitó.
—Bill —Al parecer la plática que había tenido con él anoche le resultó muy
efectiva. De verdad parecía querer superar por fin aquello.
Su hijo se veía realmente feliz. Lucía un poco desaliñado, usaba un pantalón
holgado que hace tiempo no se lo veía puesto.
El pelinegro se despidió y acarició la cabecita de su prima al pasar junto a
ella. Mencionó un: “haz crecido tanto” y Lizza sonrió.
Bill se esfumó corriendo y saltando por la casa hasta que se topó con un
espejo. Se observó. Abrió los ojos al verse y comenzó a reír mientras palpaba y
estiraba la piel de su rostro, sorprendiéndose al sentir una ligera capa de
vello comenzando a crecer en sus mejillas.
Corrió hasta su cuarto y al entrar, Emma salió por debajo de su cama,
gruñéndole.
Bill borró su sonrisa y frunció sus negras cejas.
—Largo —masculló entre dientes. El animal salió con la cola entre las patas y
gimió al pasar junto a Bill, quien azotó la puerta y, corriendo hasta meterse
por debajo de la cama, tomó el diario que lo esperaba. Bill escupió unas
carcajadas y comenzó a escribir con letra clara y grande.
Miércoles 14/febrero/2007
“Hoy hice creer a mamá que soy Bill”
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