Tercer puesto del concurso Terror en San Valentín

Tercer puesto:
Globos color sangre por Twincestoxa 

Viernes 26/Enero/2001

Bill y yo hurtamos las medias de mamá para hacer una resortera. Cuando preguntó por ellas le dije que el perro de la vecina se había colado en nuestro patio y las había mordisqueado.

Jueves 01/Febrero/2001

¡Qué día! Hoy nos comimos el pastel que mamá había preparado especialmente para su trabajo. No tenía intención de convidarnos y tuvimos que poner manos a la obra. Cuando mamá preguntó por él con la cara hinchada de coraje, Bill le dijo que lo habíamos tirado a la basura porque estaba podrido. Yo me lastimé la espalda de tanto reír.

Sábado 10/Febrero/2001

¡San Valentín está cerca! Y hoy fui a comprar los globos al supermercado. Lo que no notó la señorita que atendía la caja fue la otra bolsa de globos rojos que tenía escondida bajo mi playera. Sorprenderé a Bill el catorce. Esta vez volaremos más alto.

Miércoles 14/Febrero/2001
Tom, al subir hasta el tejado sin el permiso de mamá junto con los cientos de globos rojos que había conseguido especialmente para nosotros, resbaló a causa de una teja floja que no notó y cayó doce metros abajo. Mientras él caía los globos flotaron y para mi desgracia, pienso que Tomi se elevó junto con ellos porque aquí abajo, ya no despertó.



Bill masajeó sus ojos tras cerrar el diario de su gemelo, rememorando esas últimas palabras que se habían escrito. El incómodo nudo en su garganta se hizo presente como ocurría siempre que repasaba el fin de aquellas páginas.

Reposó El Diario de las Travesuras (como Tom hacía llamar a su cuaderno), en la mesita de noche y se hizo un ovillo en la cama.
Palabras que hace seis años estuvieron vivas, ahora no eran más que letras muertas.

El 14 de febrero estaba cerca y eran esos días cuando más le invadía la melancolía. ¿Cómo celebrar el que se supone es el día más amoroso y alegre cuando precisamente San Valentín le había arrebatado brutalmente a su hermano? Simplemente una idea atroz.

Aún venían imágenes de ese día a su mente.

Las cortinas se elevaron como si una delicada brisa inexistente entrara por la ventana. Era como si éstas mismas quisieran darle la bienvenida a la luz del sol que todas las mañanas imploraba por entrar; pero eso jamás sucedía. No se sentía digno de tener luz cuando a Tom le faltaba.

Lo más triste es que todo había sucedido por un noble detalle…

A los dos les gustaba San Valentín, no eran fanáticos del día pero ellos tenían su propia tradición infantil. Compraban un par de globos en forma de corazón y desde el patio de su casa los dejaban viajar por el cielo hasta que ninguno de los globos quedaba al alcance de sus vistas, entonces se abrazaban. Aquello era tan insignificante para muchos, pero realmente importante para ellos. Siempre habían imaginado vivir juntos el resto de sus vidas lo más lejos posible. Amaban a su madre, por supuesto, pero ellos deseaban explorar nuevos horizontes.


Y de eso se trataba: mientras más lejos flotaran los corazones más alto ellos triunfarían y, curiosamente, los globos jamás se separaban.
Llevaban haciéndolo desde los ocho años pero esta última vez Tom había decidido cambiar un poquito las cosas.

Pensó que mientras más cerca estuviera del cielo, más alto volarían y si había más globos que adornaran a esos dos únicos corazones sería un espectáculo mucho más atractivo. Pero no contó con aquella teja traicionera que le hizo perder el equilibrio con facilidad.
Bill había visto la caída hasta su duro impacto contra el suelo. Lloró al no reconocer el rostro de su hermano cuando los paramédicos lo levantaron. Aún recordaba ver su cuerpecito tendido en el suelo con un corazón atado a su muñeca. El otro globo voló solo y se perdió entre las nubes.

—¡Bill, tus tíos y tu prima llegaron! ¡Ven aquí a recibirlos!

El chico de ahora diecisiete años maldijo por lo bajo. Sin voluntad, se levantó y deambuló como un zombi por la alcoba de ambos hasta la puerta. Porque sí, de alguna manera Bill sentía que esta habitación aún seguía compartiéndola con Tom. Y justamente cuando el pelinegro cerró la puerta tras él, una fotografía de su gemelo que decoraba una pared salió disparada hacia la puerta, haciendo añicos el vidrio del marco al impactarse contra ésta.





El ambiente era húmedo y frio. Un mosaico con diferentes tonos de grises descoloraban el cielo. Se desataría una tormenta en pocos minutos.

—¡Hey! Suelta mi zapato, niña mala —Lizza correteó por los alrededores del jardín trasero intentando atrapar a Emma, la única perrita de su primo.

El pelinegro, aunque intentó reír por la escena, los tensos músculos de su quijada no se lo permitieron. Desechó aire y bajó la vista, conectando nuevamente sus castaños ojos con los de su gemelo, esos que habían quedado inmortalizados en aquel retrato.
Se había encajado diminutos fragmentos de vidrio en sus blandas yemas dactilares al retirarlos uno por uno de la foto, limpiándose las gotas carmesí en su oscuro pantalón.
Era un hecho. De aquí en adelante la fotografía se quedaría sin enmarcar. No tenía caso hacerlo por milésima vez; sabía que a la mañana siguiente aparecería roto.

Abrazó la imagen de Tom y con lentos movimientos se balanceó en el columpio. El frio lo rozó como un débil beso en la mejilla. Aún recordaba lo felices que se habían puesto años atrás cuando su madre inesperadamente se los instaló en el jardín. Ninguno se despegó del columpio hasta que fue hora de dormir.
Qué tiempos…

Su prima, la pequeña del rizado cabello castaño de apenas diez años, no dejaba de correr y reír con Emma detrás de ella. Tampoco paraba de animar a Bill a unírseles, a lo que el pelinegro simplemente continuaba posponiéndolo para quizá otra ocasión.

Balanceó sus pies contra la tierra húmeda, admirando la sonrisa de su pequeño hermano en la fotografía cuando un estridente trueno surgió de las alturas, haciendo saltar a su primita.

Alzó la vista al cielo, desviando la mirada en el último segundo al notar algo en la ventana de su habitación.
Un chirrido molesto emanó del columpio cuando Bill se levantó bruscamente mientras intentaba aspirar el aire que no llegaba a sus pulmones. Las puntas de sus dedos se quedaron sin sangre al apretar con fuerza el marco.

Su hermano Tom, le sonreía desde su ventana.

Una liviana membrana de agua le nubló la vista. Quizá por la impresión, quizá por no parpadear.

—Tomi… —apenas murmuró.

Una mano tomó por sorpresa a Bill y éste se apartó descuidadamente del contacto. Notó que su prima lo miraba con angustia.

—¿Estás bien, Billy?

Asintió.

—Será mejor que entremos, Lizzy. Comenzará a llover —la tomó de la mano y Emma los siguió.

No volvió a mirar hacia la ventana, no quería hacerlo.

Quizá había tatuado intensamente la imagen de Tom en sus pupilas, que simplemente ellas lo engañaron al plasmarlo en la ventana de su alcoba. O eso quería creer Bill. Aunque claro… en la fotografía no llevaba puesta una playera color azul.





Los grados descendieron palpablemente en su habitación. Bill lo sintió y se despertó tiritando.

El reloj iluminaba las 2:45am.
No hacía más de cuatro horas que había terminado de cenar junto con su madre, sus tíos y prima, quienes pasarían tres días de visita en su casa. Y aunque de verdad intentó convivir con ellos, no lo logró. Terminó retirándose de la mesa mucho antes de lo habitual.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la densa oscuridad, se apoyó sobre sus codos en busca de una manta que lo calentara, cuando un escalofrío le estremeció todo el cuerpo. Miró sigilosamente la causa de ello.

Una pequeña silueta lo vigilaba desde la puerta.


—Lizzy… ¿qué pasa? ¿Tienes miedo? —Un bostezo apagó sus palabras y el cansancio le arrulló el cuerpo. Recostó la cabeza nuevamente en la almohada y cerró los ojos pesados de sueño—. Ven, duérmete conmigo —se recostó de lado y en segundos un peso ligero se unió a la cama junto a él.

Pasadas las tres de la madrugada, un suave contacto lo acarició de la nuca a la cintura una y otra vez, alertando por segunda ocasión al pelinegro quien logró abrir los ojos.

Lizzy quería llamar su atención, Bill lo percibió. Estiró el cuerpo y giró hacia ella.

—¿No puedes dorm…? —Pero se le atascaron las palabras.

Su prima no se encontraba junto a él…

… nunca lo estuvo.

Asustado, miró por todos lados de la habitación pero al instante, un ruido bajo su cama lo interrumpió. 
Se le erizó la piel. Rápidamente se envolvió bajo las sabanas con la cabeza doliéndole por la fuerza que empleaba al apretar los dientes. Entonces, temblando, bajó la mano por el borde de la cama.

Una nariz suave y húmeda lo consoló y Bill pudo respirar normalmente… sólo un poco.
Emma estaba ahí.

Los gemelos acostumbraban a esconderse bajo la cama después de haber armado una travesura, especialmente el inquieto Tom. Pero tras su muerte, a Bill le costó bastante trabajo dormir solo. Él juraba que todas la noches escuchaba ruidos bajo su cama y Simone, para calmar las angustias de su hijo, le compró un perro al quien entrenó para dormir bajo ella.

De ahora en adelante si Bill escuchaba algo anormal, simplemente dejaba caer su mano y un lengüetazo le informaba que su perra estaba ahí acompañándolo.

Y en esta ocasión, rezó porque así fuera.




Las manos seguían temblándole y debido a ello, el cigarrillo entre sus dedos continuaba apagado. Cuando por fin triunfó al encenderlo, dio una lenta y pura calada y pronto el humo se adueñó del ambiente. Era inútil, no lograba tranquilizarse.
Apoyó la cabeza en el wáter del baño y estiró las piernas en el frio suelo donde permanecía sentado. Aunque intentaba pensar en otra cosa, su mente simplemente no se lo permitía.

Esta mañana se había despertado más tarde perdiéndose el desayuno. Aun así bajó tranquilo, topándose con sus tíos Mary y Klaus, quienes le sonrieron al verlo. Su prima comía galletas en un rincón de la cocina y ésta le obsequió una. Cuando Lizza comenzó a contarle lo bien que se lo había pasado anoche junto con Simone y su madre al desvelarse hasta las tantas por estar viendo un maratón de películas Disney, se le esfumó el apetito.

Fue como si su prima le abofeteara en la cara al confirmarle que no había acudido a él anoche.

Dio otra profunda calada a su tercer cigarrillo y tosió un poco, sintiendo sus costillas sacudirse por la convulsiones.
Cuando tomó un nuevo tubito tóxico, la puerta se abrió. Su mirada impactó con la de su madre.

Simone apretó la manija de la puerta y, mirando lo demacrado que estaba su hijo, suspiró. No era nuevo encontrarlo fumando a escondidas por cualquier rincón de la casa, y mucho menos lo era el motivo del por qué lo hacía. Simone se preguntaba si algún día su hijo superaría esta paranoia.

Tanto como Bill, ella había sufrido mucho la muerte de su pequeño. Una parte de ella había muerto junto con Tom, pero no se podía dejar vencer. Tenía otro hijo por quién vivir y con todo el dolor de su corazón aprendió a superarlo, cosa que por supuesto Bill no había logrado.
Quería que se recuperara. Cuando él le contó sobre los extraños sucesos que lo atormentaban, incluso intentó llevarlo al psicólogo por lo mal que su mente lo estaba tratando; pero él no quiso dejarse ayudar al asegurar que no se trataba de algo mental.

Simone llegó al punto más alto de desesperación al ver que él no hacía nada por tratar de superar el trauma, y ella realmente ya no supo qué hacer. De cualquier forma Bill jamás la escuchaba. Así que rendida, permitió que se desahogara como quisiera si eso lo hacía sentirse mejor.

—Que tus tíos no te encuentren fumando.

El pelinegro asintió con el pitillo en la boca y Simone, sin recibir ni una sola mirada, salió cabizbaja del baño.




Sus pasos apenas se escucharon al entrar a su casa. Bill abandonó su abrigo y mochila escolar en el perchero de la puerta. La caminata nocturna que dio después de la escuela tampoco lo ayudó a relajarse. ¿Pero cómo podría hacerlo sabiendo que dentro de dos días se cumplirían ya seis años de la muerte de su hermano? No lo conseguiría. Y menos aún al saber que, de alguna manera, Tom se lo estaba recordando.

—Cariño, ¿quieres cenar? —Simone lo recibió con un beso en la mejilla mientras Bill saludaba a sus tíos quienes sentados en el comedor, le insistían que los acompañara.

—Comí algo de regreso a casa. No tengo hambre.

Y sin agregar más, subió las escaleras hacia su habitación.

Cuando giró el pomo de la puerta y ésta se abrió, la penumbra del interior le dio una siniestra bienvenida. No tenía intenciones de encender la luz, nunca lo hacía, pero al momento en el que entró y chocó contra algo, enseguida presionó el interruptor.

Se llevó una mano al corazón y con torpeza retrocedió varios pasos, sintiéndose desfallecer.
Estaba a un paso del infarto…

Un centenar de globos rojos danzaban frente a él. Donde quiera que miraran sus aterradas córneas, un globo del color de la sangre le saludaba con saña.

Bill tuvo que reprimir un grito cuando Lizza, escondida detrás de la puerta, saltó hacia él con un monstruoso Boo.
El oxígeno seguía sin regresar a sus pulmones.

—¿Te gustó mi sorpresa? Tu mamá me dijo hace tiempo que te gustaban mucho los globos y…

—… Los odio… —masculló entre respiraciones.

Lizza temblequeó.

—¿Cómo?

—¡Los odio, los odio, los odio! Yo… detesto los globos —tomó uno en forma de corazón que flotaba a su lado y lentamente comenzó a estrujarlo entre sus manos hasta que explotó.

La pequeña se espantó inconscientemente.

—Yo… no sabía. Pensé que como ya se acerca San Valentín, esto te animaría un poquito. Lo siento.

Bill relajó su enojo aflojando sus puños y respiró profundamente. Lizzy no tenía la culpa de sus paranoias. Se agachó a su altura y le acarició la cabeza.

—No te preocupes, no es culpa tuya. Es sólo que… estoy un poco cansado y no me lo esperaba. Y bueno, mirándolo bien, n-no están tan mal —mintió.

Lizzy, recuperando su alegría, abrazó a su primo y salió de la habitación. Y Bill, ignorando su entorno, fue directo a la cama donde cerró los ojos con fuerza.

Tras unos minutos las luces de su alcoba parpadearon y pronto la luz se esfumó; pero él no lo notó… ya estaba dormido.




—Basta… por favor —suplicaba Bill con las manos cubriendo sus oídos. Pero cuando otro globo reventó y mató al silencio, supo que no sería así.

Hacía más de unos minutos que la explosión de un globo lo había despertado abruptamente a mitad de la noche y de ahí no habían cesado, yendo de uno en uno. Casi no podía ver nada, la oscuridad se lo impedía y de cualquier forma, Bill no quería hacerlo.
Uno nuevo Bum se escuchó detrás de su espalda y él, únicamente, se encogió sobre su cama.

Era como si alguien estuviese ahí extinguiendo los globos con una aguja.

El silencio suavizó el lugar durante varios minutos. Bill se atrevió a abrir los ojos.
Un corazón rojo se encontraba frente a él. Sus parpados se congelaron y una gota de sudor resbaló por su frente.

El globo explotó en su cara.

Rápidamente bajó la mano y comenzó a sacudirla con desesperación al no sentir a Emma responderle. Se alteró. Estuvo a punto de salir corriendo cuando una lamida sobre sus dedos lo calmó.

Aun así los globos siguieron reventando durante toda la noche.




—¿C-cómo que Emma durmió afuera? —Un hacha imaginaria cercenó su cabeza y ésta rodó por el suelo. 
Así se sentía Bill tras la confesión de su madre.

—Lo siento, no me di cuenta. Ayer la saqué al patio trasero por un rato y como toda la tarde estuve entretenida con tus tíos me olvide de ella. Pero tiene su casita ahí, no creo que lo haya pasado mal.

Bill comenzó a temblar involuntariamente mientras estrangulaba un tenedor hasta que sus nudillos se tornaron blancos.

—¿Cariño…?

—E-eso no es posible. ¿Por qué me mientes? —El pedazo de sandía que se había comido, sentía que estaba a punto de vomitarlo.

Simone frunció el ceño.

—Te estoy diciendo la verdad. De hecho tus tíos fueron quienes la dejaron pasar esta mañana cuando salieron a pasear. Emma no pudo pasar la noche en tu cuarto…

—¡Emma durmió bajo mi cama como siempre! —se exaltó—. Mamá, yo la sentí y escuché… ella estuvo conmigo —dijo apenas con un hilo de voz.

A Simone el mundo se le vino abajo.

—Bill, no hagas esto de nuevo. Creí que ya lo habíamos superado; nada malo sucede en tu cuarto y lo sabes. Simplemente te estás imaginando cosas y…

—Yo no puedo con todo esto.

E ignorando a su madre, Bill se levantó de la silla y subió corriendo las escaleras directo a encerrarse al baño cuando, pasando por su habitación, un ruido en el interior le obligó a detenerse.

Y encontrando valor, se atrevió a abrir la puerta.

Nada más fue entrar para darse cuenta que las cosas estaban mal.
Quizá peor…
Sintió que tragó espinas en vez de saliva.

El Diario de las Travesuras que había guardado en un cajón, ahora descansaba abierto de par en par sobre su cama…
… y no había sido él quien lo había colocado ahí.

Dudoso, se acercó lentamente hacia la cama notando algo inusual en el diario conforme iba avanzando. Con el pulso tembloroso, lo tomó entre sus manos.

El frio se hizo presente de nuevo en su habitación.

Ahí, justo después de donde Bill finalizó el diario, había algo más escrito. Acalló un quejido de horror al reconocer la letra grande y clara de Tom. Sus ojos inyectados de sangre releyeron por décima vez el reciente mensaje que lo mantenía aterrado.
No podía ser cierto…
No podía ser posible; pero ahí estaba:


“No sólo los perros lamen”


Soltó el diario como si éste le quemara y huyó de él, cubriéndose la boca con ambas manos, reteniendo los cientos de gritos que le estrujaban la garganta. Sus ojos comenzaron a lagrimear.

De tan sólo pensar en lo cerca que había tenido a Tom ahí bajo su cama, lejos de alegrarlo le aplastó el corazón. Ya no era divertido…

Como un desquiciado, se escabulló hasta un rincón de su habitación. Abrazó sus rodillas y comenzó a hipear entre su colérico llanto.

—¡Ya no más, por favor, ya no más! —dio un golpe de impotencia contra el suelo y sin poder contenerse ni un segundo más, soltó un grito desde lo más hondo de su garganta al ver cómo el diario que yacía abandonado, se deslizó velozmente por el piso hasta ocultarse por debajo de la cama.

Más rápido de lo que se tarda en contarlo, su madre ya se encontraba en la habitación con el miedo recorriéndole las venas al ver a su hijo gritando y llorando contra la pared mientras se golpeaba la cabeza con los puños.

—¡Bill! —corrió hacia él y el pelinegro al verla se lanzó contra sus brazos, sudando y temblando incapaz de dominarse.

—¡Ya no lo soporto, mamá, ya n-no puedo!

Simone lloró con él, como sólo una madre puede hacerlo por su hijo y lo abrazó tan fuerte como si así pudiese sanar su dolor.

Esa noche Bill durmió con su madre.




¡BILL!


Despertó al escuchar su nombre entre sueños… quizás no.

Se sentía tan agotado y apenas podía moverse. La negrura de la noche lo cansaba aún más.
No reconoció la voz, ni siquiera sabía si era real; pero cuando un ruido resonó por el pasillo, comenzó a pensar que sí.

Seguía acostado en la habitación de su madre y al girar la cabeza, ella dormitaba a su lado.
Escuchó a alguien correr por el pasillo.
Quizá Lizzy… no. No se engañaría de nuevo.

Los pasos se escucharon nuevamente, como si alguien corriera de un lado a otro, jugando. Y Bill, cogiendo varias bocanadas de aire, fue hacia la puerta cuidando en no despertar a su madre, dispuesto a acabar con todo esto.

Mañana era San Valentín. Fue lo primero que recordó.

Salió al pasillo encontrándolo completamente vacío. Su mano se mantenía apretando la cruz que colgaba de su cuello.
Una tabla crujió bajo su pie al pisarlo y dio un brinco cuando Emma, quien salió de su cuarto, le brindó un pequeño ladrido entre la oscuridad.

Su alma regresó a su cuerpo al verla.

Dime que eras tú quien corría por… —calló al ver a su perra comenzar a gemir y retroceder sin apartar la mirada de él— ¿Emma…? —un escalofrío le caló hasta los huesos.

Emma corrió escaleras abajo. Bill se quedó completamente solo en el corredor. O eso pensó hasta que sintió un leve soplo sobre su nuca. Apretó la cruz y lentamente, giró.

Por un segundo quiso gritar, correr o meterse de nuevo entre las sabanas junto a su madre, pero no lo hizo. Bill decidió resistir a pesar de que su mente y cuerpo le imploraban que hiciera todo lo contrario.

Un brillante y rojo corazón flotaba al final del pasillo. Él sabía que ninguno de los globos que Lizzy le regaló había sobrevivido.

—Tomi —susurró mientras se tallaba los ojos evitando las lágrimas. Se atrevió a avanzar un paso, pero enseguida paró.

¿Hacía lo correcto? ¿Debía seguir avanzando?
Y dando otro paso, decidió que sí.

Llegó hasta el corazón que se mantenía rígido a pesar de su ligereza y cuando estuvo a punto de tocarlo, como el movimiento de una pluma, el globo comenzó a avanzar. Lo observó y vio a dónde se dirigía: las escaleras que conducían a la azotea.
El globo reventó cuando se elevó.

Bill comprendió. Agarró el barandal y alzó la vista.

—¿Quieres regresar? —observó una foto de los dos sobre un mueble, sonriéndose entre ellos. Subió un escalón—. Entonces regresa.

Y tras subir al tejado, una ráfaga helada le golpeó el cuerpo como una roca. Cerró los ojos y un último suspiro emanó de sus labios.

La puerta se cerró con un clic.

El pasillo se quedó vacío y en silencio.




Simone lavaba los trastos mientras que su hermana preparaba el desayuno y su cuñado jugaba con su hija.

—¡Mami! —De pronto, unos delgados brazos la rodearon con fuerza por la espalda y Simone se sobresaltó— ¡Feliz San Valentín!

Recibió un gran beso en la mejilla y volteó a ver a su hijo, quien le sonreía de oreja a oreja. Ella lo imitó.

—Bill —Al parecer la plática que había tenido con él anoche le resultó muy efectiva. De verdad parecía querer superar por fin aquello

Su hijo se veía realmente feliz. Lucía un poco desaliñado, usaba un pantalón holgado que hace tiempo no se lo veía puesto.
El pelinegro se despidió y acarició la cabecita de su prima al pasar junto a ella. Mencionó un: “haz crecido tanto” y Lizza sonrió.

Bill se esfumó corriendo y saltando por la casa hasta que se topó con un espejo. Se observó. Abrió los ojos al verse y comenzó a reír mientras palpaba y estiraba la piel de su rostro, sorprendiéndose al sentir una ligera capa de vello comenzando a crecer en sus mejillas.

Corrió hasta su cuarto y al entrar, Emma salió por debajo de su cama, gruñéndole.

Bill borró su sonrisa y frunció sus negras cejas.

—Largo —masculló entre dientes. El animal salió con la cola entre las patas y gimió al pasar junto a Bill, quien azotó la puerta y, corriendo hasta meterse por debajo de la cama, tomó el diario que lo esperaba. Bill escupió unas carcajadas y comenzó a escribir con letra clara y grande.


Miércoles 14/febrero/2007

“Hoy hice creer a mamá que soy Bill”

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