Ganador del Reto sorpresa de Navidad: Coloridas Cavilaciones por Aliss (Whisperof)

En el Grupo de autores, se organizó el noveno concurso cuyo desafío era escribir un reto sorpresa realacionado a la Navidad que se le daría vía inbox. Se obtuvo 16 oneshot participantes y el ganador mediante votación fue:


Coloridas Cavilaciones por Aliss (Whisperof)
 
Colocar las esferas de vidrio era lo más aburrido de hacer. Limitaban el movimiento del brazo y la columna a hacerlo en forma repetitiva por bastante tiempo, pues el árbol artificial era de un tamaño considerable, además nadie podía darle la contra a su madre cuando algo se le metía en la cabeza, tanto así que inclusive lo había comprado con tres semanas de anticipación. Obviamente su único hijo fue el que tuvo que ir para ayudarla con las compras navideñas.
Eso solo significaba más trabajo para él. Desde que alcanzó una considerable estatura, las navidades se encargaban de hacerle trabajar los brazos durante varios minutos, y sin descanso.
Azul, blanco y plateado con brillantes, fueron los colores que ese año se escogieron en casa. Abarcaban las guirnaldas de la baranda de las escaleras, los marcos de las puertas del primer piso, e incluso el traje del perro que pese a todo intentaba quitárselo dando vueltas sin parar.
—Apresúrate, hijo —le indicó Natalie desde la cocina—, hay una oferta de guirnaldas en el supermercado.
—¡¿Más guirnaldas?!
—¡No me cuestiones!
Tom solo rodó los ojos silenciando su risilla burlona.
Su madre era una obsesionada con las ofertas, añadiéndole la alegría característica de las fechas propias del fin de año, la emoción de la mujer se duplicaba cada vez que diciembre aparecía más frecuente dentro de sus conversaciones.


***

—Esto no es “navidad”, es un día cualquiera donde se dan sonrisas hipócritas, además comen cadáveres hasta vomitar; no quiero nada. —Movió la cabeza de lado a lado. Habló tan calmo que asustó a su madre, el pelinegro estaba muy decidido en responder sin dudar.
Ella carraspeó y buscó que su hijo moviera el cuello para mirarla, al menos cuando fingía un temblor en su voz. —También es tu cumpleaños, y queremos celebrarlo juntos porque te queremos. —Los invitados ya comenzaban a llegar, ella podía oír las superfluas conversaciones acerca del clima y de la vida de sus respectivos sobrinos. Golpeó el taco repetidas veces, empezaba a impacientarse ya que Bill no le respondía.
—Esa es otra excusa.
—Es tu día.
—Entonces, si es mi día es mi problema, pero no quiero pasteles ni esas cosas, veré yo cómo lo manejo. Al menos déjame ser egoísta una vez al año, ¿sí?
—¿Cuándo dejarás de comportarte así? —masculló con enojo y cerró la puerta de un portazo.
Bill ni siquiera hizo un mohín, mantenía una expresión neutral y continuó tecleando en su portátil, no era de sonreír como lo hacía su madre —y más ahora que recibía a las demás personas— o sus dos hermanas pequeñas, pero él prefería dejar de lado las caretas y que lo conocieran por lo que realmente era.
—Quizá soy una piedra y nunca lo había notado. —Sonrió de lado.
Minutos más tarde Bill sopló una torta frente a la mirada de todas esas personas. Recibió los regalos y los abrazos de los presentes, pero su madre lo mantuvo vigilado todo ese tiempo, lo cual le limitó a decir algunas cosas.
Sin embargo, se las ingenió para dar un par de discursos raros antes y después de la cena.
Al día siguiente la sensación de frío fue mucho más fuerte que el año pasado, o al menos eso pensó pues casi no podía recordar mucho, pero según esa frágil memoria, cada veinticuatro de diciembre sus dos hermanas se presentaban frente a él y lo abrazaban con sinceridad. Bill siempre atesoraría esas muestras de afecto, pues ellas eran aún puras, no como todos los presentes del día anterior, que solo velaban por sus status sociales, y el qué dirá si es que no asistían al cumpleaños del hijo de una de sus comadres más finas.
Bill pudo seguir cavilando en medio de los cobertores, pero tuvo que bostezar con pereza cuando sus luceros tocaron su puerta.
—¡Feliz casi navidad! —ellas anunciaron al unísono.
Era una costumbre. Una hermosa rutina.
Bill cerró la puerta y las mantuvo en su habitación durante muchos minutos.

***

—Ayer tu perro tiró todo el árbol abajo.
—Sí lo vi en la mañana, pero no fue su culpa, aparte de que no debiste colocarle ese traje, estuvo nervioso por los fuegos artificiales, mamá. Se le acumuló todo y se desquitó, solo fue eso.
—Se supone que estés de mi lado, no del perro —canturreó sin disipar la molestia en su rostro. Ahora adquirirían un árbol nuevo, añadiéndole las esferas de vidrio, y quizá un nuevo juego de luces; ella y su hijo deberían gastar mucho más de lo que el presupuesto mostraba.
Tom ya predecía que tendría que decorar el árbol él solo, repitiendo la ceremonia de colocar cada esfera de forma estratégica y meticulosa, pues a él nadie le quitaba esa manía aunque luego el mismo Tom aparentemente se quejara de ella.
Se colocó los audífonos nuevamente y enterró la mirada en la ventana del auto. Natalie conducía con cuidado porque había nevado durante varios días, fue por ello que la velocidad del vehículo se mantenía constante y relativamente lenta. Tom aprovechó aquello para observar al detalle la ciudad y a las personas: Muchos regalos siendo cargados en brazos y a pasos apresurados; como siempre, la gente haciendo compras a última hora.
Al llegar, Tom se dirigió en línea recta hacia su madre, pues ella ya le echaba el ojo a cualquier cosa que no fuera el motivo de su salida, y como él quería prevenir el dolor navideño de sus brazos, se apresuró en tomarla del hombro y llevarla hacia otra sección.

Ni Bill sabía muy bien por qué se encontraba allí, su madre le había mencionado eso con anticipación, pero por ser ella y sus comadres a cada lado, él se negó la noche anterior. Él no negaba actuar así, es más, era muy consciente de lo frío que a veces podía llegar a verse con ella, pero a Simone no parecía afectarle en demasía, ella prefería mantener una apariencia de perfección con sus amistades, por más falsa que fuera. En cambio cuando sus dos hermanas le rogaron ir al centro comercial por unas galletas navideñas, el pelinegro se alistó con premura, ellas no debían pagar por su estado de ánimo y menos por la relación amor-odio que desde los últimos años mantenía con su madre.
—Bill, ¿quieres de muñecos de nieve, o de bastones? —indagó una con ambas cajas en las manos—. Yo quiero de estrellas. ¿Qué haremos?
—Llevaremos las tres.
—Pero yo quiero las galletas de árboles… —gimoteó la segunda.
Bill resopló y se levantó del asiento. Había llevado dinero suficiente para ocasiones así, pues él las conocía al derecho y al revés. Siempre era lo mismo, compraban el doble o hasta el triple, simplemente porque a ese par de niñas, por más gemelas que sean, discrepaban en cuanto a gustos y formas de golosinas.
Pagó en caja y salieron por la puerta principal, cada una cogiéndose del borde del jersey largo y ancho que Bill vestía esa tarde.
La de dos coletas vio a un joven tomando adornos navideños de color azul con bastante detenimiento, ella achinó la vista y enlenteció su caminata. Había algo en él que se le hacía bastante original, el cual la obligó a detenerse por completo. Bill se paró también, ya que sintió la lentitud de su hermana, y le preguntó si algo sucedía.
Evidentemente eso era, no despegaba la vista de un chico de rastas rubias.
—Mira, Bill. Ese chico tiene gusanos extraños y amarillos en la cabeza. —Señaló con su índice y elevó la voz cuando volvió a repetir su enunciado—. ¡Gusanos en la cabeza!
Tom desde su sitio giró con lentitud, un trío de personas lo miraban con asombro, aunque para ser exactos, solo las dos niñas lo hacían, pues el de cabello negro y medianamente largo se agachó, y supuestamente le susurró algo al oído de la menor.
Con disimulo, el de rastas colocó los adornos en su carrito de compras. Al percatarse del interés de las dos (pues al rato la otra se unió a las miradas de maravilla) se mantuvo en su sitio al verlas acercarse; el joven del medio no se quedó atrás.
—¿Puedo tocar… eso? —Tom sonrió desde su sitio y se agachó hasta estar a su altura. Ellas tomaban algunas de sus rastas y las miraban con detenimiento, nunca habían visto unas en sus nueve años.
—Discúlpalas… —mencionó el pelinegro rascando parte de su oreja.
—¿Son tus hermanas? —inquirió mirando hacia arriba y arrugando la frente.
Bill asintió desde su sitio.
—Me llamo Mía.
—Y yo, Maira.
—Somos gemelas —lo afirmaron hablando a la vez. Aquello le arrancó ligeras risas al de rastas, ya que siempre le parecería especial cuando los hermanos gemelos convergían en palabras al azar.
Una continuó distraída con las rastas de Tom, sin embargo, la mayor se acercó al de cabello oscuro y le rogó al oído.
—Quiero eso en mi cabello —dijo apoyando su peso en las puntas de sus botas.
Bill carraspeó incómodo y la miró a los ojos buscando comprensión, había algo en el inclinado que le infundía cierto nerviosismo. —Mía, tenemos que irnos a casa, Simone puede fastidiarse porque tardamos mucho —habló muy bajo.
—No quiere que regresemos a casa, ¿lo olvidaste? Dijo que tenía que resolver “unos asuntos”, ya sabes: Envolver y esconder los regalos de navidad. Lo de siempre. —Movió su mano restándole importancia.
—¿Me lo dijo?
—Sí, cuando bajaste las escaleras, pero no la escuchaste.
Bill regresó a su posición inicial y trató de recordar qué otras cosas había pasado por alto durante esa mañana, pero simplemente no pudo. Ahora que lo meditaba sin interrupciones, él empezaba a lucir como un fantasma en su propia casa, caminando por los pasillos, pero solo siendo tomado en cuenta por dos niñas. Y esa sensación estuvo germinándose desde la muerte de su padre, aunque ahora era mucho más notoria.
Sus labios dibujaron una fina línea. Se suponía que había superado aquel incidente, pero ahora se esforzaba por encontrarle razones a todo sin tocar aquel tema.
—¿Tom puede venir a nuestra casa? —Maira tomó la mano de Bill y le produjo cortos tirones para llamar su atención, pues el pelinegro ya estaba metido en sus pensamientos.
Bill balbuceó cosas sin sentido.
—Digo si Tom puede ir a casa a comer pavo. —Ella rodó los ojos.
Tom se excusó diciendo que no se preocupara, además él también sentía los nervios del otro, solo que ahora en su piel, pues la pequeña que tenía una trenza espiga reposando en uno de sus hombros, juntó la mano de Bill con la del rubio.
Aquello lo sintió como electricidad, incluso tensó fuertemente la mandíbula. Creyó que el tiempo se detuvo y no pudo hacer más que quitar la mano de allí con rapidez.
Perdía el control con facilidad.

***

Tom no pudo quitarse la idea de la cabeza. Aumentó el volumen de la música a tal nivel que su madre tuvo que llamarle la atención, pues ella podía oírla a pesar de la distancia y el ruido propio de un auto conduciendo, más el sonido de las calles y los villancicos, todo indicaba que Tom quería dañarse los tímpanos para no seguir pensando en lo acababa de experimentar.
—Estás como tonto… —canturreó buscando su atención—. ¿Qué viste en el supermercado? ¿Una linda Señorita Claus? —chanceó—. Una duendecilla en tanga. No sé cómo hacen para no morirse de pulmonía las jovencitas de ahora...
—Más bien un par de duendes y su ángel guardián.
«¡Diablos!», su madre ahora lo miraba con los ojos completamente abiertos. Tom había pensado en voz alta, y ahora solo le quedaba rogar para que Natalie no le interrogara al llegar a casa.
Al ser hijo único a veces tenía que tragarse toda la curiosidad de su madre, y aquello aumentó cuando —hace un par de años— él le confesó que salía con una compañera de la escuela, fue por eso que en dos ocasiones se encargó de organizarle citas a ciegas a su propia progenitora.
Al llegar a casa Natalie se dispuso a hornear al animal mientras Tom dio inicio al ritual de las esferas del árbol. El objeto y todos los adornos desprendían un olor a nuevo parecido al plástico, pero eso no le importó demasiado, ya que él nunca reconocería en voz alta que realmente le encantaba ser el encargado de decorar el árbol.
La navidad lo valía.
«Eres lo que haces», pensó con una sonrisa. «Y cómo lo decoras…»
La tarde empezaba a caer con lentitud, podía asegurarlo pues la luz que ingresaba por las ventanas iba debilitándose constantemente. Tom por fin pensó que estaba por terminar su labor al sacar de su envoltura un juego de luces blancas, entonces fue allí cuando se dio con la sorpresa: No se encontraba dentro de la bolsa de compras. Lo olvidó en el supermercado y habían pagado por ella. Intentó pasarlo por alto sin mencionárselo a su madre, pero ella leía en sus ojos la mentira; al menos Tom pudo contener las risas reveladoras por un par de horas.
El rubio tuvo que ir al supermercado con el reloj de mano marcándole cerca de las siete de la noche.
Las calles estaban más rebosantes de personas como nunca, mientras más se acercaba la media noche, todas ellas apresuraban su andar sin importarle pisotear calzados ajenos, y ni qué decir de las autopistas, todo era congestión y estrés por parte de los conductores.
Tom se bajó del vehículo público cuando aún le faltaba recorrer cerca de cuatro cuadras. Lo que nunca predijo fue ver al mismo joven de la mañana, solo que ésta vez el pelinegro portaba una cajetilla de cigarrillos en sus manos y el encendedor en la otra.
Bill fumaba en la puerta del supermercado, despreocupado e inclusive somnoliento.
Hey… —El pelinegro ladeó su cabeza y retiró el cigarro de sus labios. Lo reconoció al instante, pero luego recordó que no le había dicho su nombre, así que solo sonrió de lado como respuesta—. ¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Y tus hermanas?
—Vine por petición de mi madre; mis hermanas no están conmigo. Seguro hacen un muñeco de nieve en el patio trasero de casa.
—¿Tu madre te mandó a fumar? —indagó con ironía mientras se acomodaba la chalina para que le cubriera el cuello en su totalidad.
—De hecho, fumo cuando estoy solo. Mis hermanas no deben aprender de estos hábitos. —Evadió la pregunta con simpleza.
—¿Quieres acompañarme a reclamar una cosa? Olvidé recoger algo al momento de pagar en la mañana, y recién me di cuenta al llegar a mi casa. Mi madre se enteró y me trajo a empujones; tú sabes, si no se reclama ese mismo día, lo pierdes.
Bill dudó en responder, incluso retuvo el humo en su garganta, para luego liberarlo con suma lentitud a través de sus fosas nasales. Estaba indeciso.
Demasiado.
—Vamos… —lo animó.
Al entrar Tom se arrepintió de reírse delante de su madre; las columnas de compradores eran inmensas, infinitas, aburridas, desesperantes. Ambos cruzaron miradas y resoplaron resignados.
Bill no pensaba regresar a casa hasta disipar sus pensamientos, y Tom no tenía una discusión con su madre en sus planes.
El rubio desdobló la factura y ambos buscaron al personal de servicio más cercano.
Muy lentamente la cantidad de personas fue bajando pues todo indicaba que la media noche se acercaba con premura. Tom se puso ansioso y empezó a morderse los labios con mucha insistencia, incluso su piercing ya brillaba por culpa de la saliva.
—¿Sabes qué es lo que no se debe hacer en ocasiones como esta? —preguntó Tom para romper con el mutismo.
—No lo sé —respondió neutral.
—Perder la factura.
Bill por poco se traga la goma de mascar. Estuvieron haciendo cola para poder salir con la caja de luces de navidad en las manos y la factura ya cancelada por casi una hora completa, sin embargo, Tom empezó a mirar hacia todos los rincones escondiendo su mentira.
—Está bien, está bien. —Elevó ambas manos—. Era una broma, aquí está la factura. —Mostró el pedazo de papel ya arrugado y observó el reloj—. Es que estás muy serio, hoy es noche buena, y no me refiero a “esa buena noche”, sino a La Noche Buena —carcajeó con relajo.
El otro soltó una risa floja como respuesta.
Contó un alrededor de treinta personas en la cola para que finalmente pudiera salir del supermercado e ir como pudiera a casa de su madre, quien horneaba el pavo seguramente, sin embargo, el mensaje que resonó en los parlantes del establecimiento, le arrancaron un par de improperios de los labios.

***

—¿Nunca pasaste una navidad en soledad? —preguntó sentado a su lado.
La ciudad era testigo de una tormenta de nieve a niveles escalofriantes, algunos vehículos sufrieron daños al impactarse unos contra otros, y ni qué decir de los transeúntes, fue por ello que algunas personas optaron por quedarse dentro del supermercado, y eso incluía a esos dos quienes no tenían cómo regresar a sus respectivas moradas.
Ahora, ambos miraban hacia la autopista y construcciones completamente cubiertas de blanco.
—Nunca. —Movió las piernas nervioso y frotó sus manos. Tiritaba de frío—. Mis hermanas deben estar… muertas de la felicidad. Nos les dije nada, pero mamá les compró un par de bicicletas. Es lo que desearon todo el año, al ser pequeñas aún podría ser peligroso, sin embargo, las vi en el garaje listas para ser envueltas. Parece que… mamá cambió de opinión. —Encendió un cigarro y se acomodó mejor en la banca.
—Aparentemente también será la primera navidad sin mi madre. No traje mi celular, así que no puedo avisarle que estoy bien. —Resopló—. Somos solo dos en casa, claro, tres con el perro. Lo que sí es seguro, es que cuando regrese me regañará por olvidar el móvil. Es un poco sobreprotectora.
—¿Te “regañará”? —preguntó incrédulo—. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis. —Elevó los hombros y continuó mordiendo una de las barras de granola sin darse cuenta de la mirada que Bill le dio todo ese tiempo, aunque para ser exactos no fue una, sino dos pues el pelinegro tuvo que enfocarlo repetidas veces para retener la información—. ¿Y tú? Supongo que tienes más.
Tom era bastante alto para tener solo dos años menos que el pelinegro.
—Dieciocho, y por cierto, mi nombre es Bill.
—Tom, para los amigos y Tom para los desconocidos —añadió.
Volvieron la vista al frente sintiendo como único sonido a las barras siendo trituradas por Tom, y la respiración larga y acompasada del otro. Fumaba, sabiendo lo prohibido que lo tenía desde hace unos meses.
—El frío es horrible. —Carraspeó.
—Pero mira, la vista que te da es hermosa. —Bill movió su cuello ligeramente y centró su atención en Tom—. La nieve, y el contraste que te regala de noche: las luces, el vaho y todo junto. Solo tienes que apreciar el paisaje sin importar dónde estás y pasarás por alto la  temperatura.
Bill mantuvo su vista en él durante todo el momento, que hasta incluso dejó que el cigarrillo se consumiera entre sus dedos. Ya no necesitaba de un objeto para producir la cantidad suficiente de vaho como Tom lo hacía al suspirar calmado.
—Quiero ver lo mismo que tú —se sinceró.
—¿Qué es lo que alcanzas ver?
—Nada. —Botó lo que quedó del cigarro en la nieve justo debajo de sus pies y sacó con inmediatez al quinto de esa noche. Sabía, sabía lo que hacía, pero él solo quería escapar de su tremenda incomodidad con esas fechas navideñas. Puso el cigarro en sus labios y lo encendió con sus manos pálidas—. No siento la navidad, es una fecha cualquiera, es simple, y comercial. Organizada, calculada, o cómo quieras decirle. Es como el día de la independencia, muchos podrán celebrarla, ¿pero acaso todos ellos aman a su patria? No. Son oportunistas, simplemente las cosas como son. La navidad es exactamente lo mismo. Una excusa para celebrar.
—La navidad no viene del cielo, la creamos nosotros mismos. Para mí es más un asunto espiritual que otra cosa.
—Ayer fue mi cumpleaños.
—¿Hablas en serio? Podemos dar media vuelta y escogerte algo para… —Bill lo interrumpió esta vez aventando el cigarrillo encendido lo más lejos que pudo.
—Mi padre murió el día de mi cumpleaños, hace siete años. No es lo que un niño debería de recibir como regalo, ¿cierto? —Tom negó con la cabeza. Bill chasqueó la lengua y continuó fumando otro cigarro con despreocupación—. Le llamé al teléfono móvil, pero nunca llegó. Mamá esperó junto al comedor, nadie tocó la torta, y esa fue la mierda de cumpleaños. Así de simple él se fue.
—Yo…
—Cada vez que se viene esta jodida fecha recuerdo su voz en el teléfono. —Tosió asustando un poco al rubio—. Descuida, toso porque estoy fumando algo rápido.
Tomó su cajetilla con disimulo y la escondió en uno de sus bolsillos. —¿No crees que no sientes la navidad por lo sucedido con tu padre?
—Probablemente, pero me tiene sin cuidado. Me es indiferente, Tom.
—La navidad está dentro de nosotros mismos. Te explico: Proyectamos energía, entonces, si una persona sonríe, acércate y sonríe con ella; si ves un niño alumbrado por los fuegos artificiales, acompáñalo en su aventura; si alguien necesita ayuda con algo, ve y sé su apoyo. Hago eso con mi madre y quizá por eso nuestras navidades no son tan aburridas como la gente lo supone. Podemos ser únicamente los dos, pero eso no quiere decir que lo pasamos tristes y en melancolía; al contrario, el ambiente cálido de navidad la construimos mamá y yo. Ahora, trata de imaginarlo posible dentro de ti. Faltan veinte minutos para la media noche; hay tiempo, Bill.
—¿Sabes cuántas navidades he pasado con mis hermanas? Todas, pero últimamente no las he sentido en realidad. No sé si soy un pésimo ejemplo para ellas o si al pasar los años me tengan rencor por mis ánimos de perro cada fin de año, pero no puedo cambiar eso, es más, creo que ya me acostumbré. Necesito un golpe.
—Puedo dártelo.
El sonido característico del aparato vibrando en uno de sus bolsillos, alertó al par. Bill observó la pantalla intermitente y en ella la fotografía de su casa resplandecía con insistencia. Él ignoró la llamada y buscó la cajetilla de cigarrillos con la mirada, pero no la encontró.
El pelinegro se topó con los ojos de Tom y éste le habló con voz calmada. —No están, se mojaron. —Señaló la cajetilla recién caída y cubierta de nieve.
Bill bufó cansado.
El celular volvió a interrumpir su pesimismo, haciendo que él observara la pantalla como si se tratase de un laberinto, del cuál dependía su vida.
—Pueden estar preocupadas por ti. Contesta, quizá sean tus hermanas.
Pese a todo, hizo caso y reposó al objeto entre el hombro y su oreja, disponiéndose a contestar sin importarle quién estuviera al otro lado de la línea, no obstante, al oír las voces de sus hermanas, algo en su vientre se caldeó. Era la emoción de oírlas antes de media noche.
«¿Qué?», abrió los ojos enormemente.
Cuando la comunicación cesó por falta de batería, los fuegos artificiales ya se oían a la distancia. El pelinegro quiso continuar con la llamada, pero simplemente era algo imposible. Rio con ironía y prefirió mirar hacia otro lado.
Tom sonrió sincero. No pensaba apresurarlo, pero las ganas no le faltaban. —¿Lo ves? —Buscó su mirada—. A ellas no les importa las bicicletas, solo te quieren a ti en navidad. El otro hizo un mohín prefiriendo no responderle. Ya no sabía ni lo que pensaba—. No lo niegues, también quieres estar con ellas en navidad. Precisamente porque es Na-vi-dad… Dos minutos, Bill. Y no, recuerda que olvidé mi teléfono móvil.
—No lo voy a negar, pero tampoco afirmaré saltando como un duendecillo navideño. ¿Es verdad se cayeron esos cigarrillos por arte de magia?
—Así parece. —Tom evadió la mirada tratando de controlar los impulsos acusadores que siempre mostraba al estar mintiendo.
—¿Qué harías si alguien te besa en navidad? —Tom cambió de tema radicalmente, tanto así que el pelinegro creyó estar hablando con otra persona.
—¿Qué?—balbuceó—. Obviamente si lo hace alguien que no conozco, me enfadaría. ¿Esto qué tiene que ver con el discurso navideño que me recitaste de memoria?
—¿Y si lo hace alguien que ya conoces?
Bill tardó en responder, las luces en los cielos se hacían cada vez más intensas y coloridas, pues todo indicaba que la media noche estaba a tan solo unos segundos. Tragó saliva. —Hago lo mismo.
Como un fugaz golpe, una descarga instantánea, Tom se acercó y le plantó un beso lo bastante superficial como para no considerarlo “un beso” en todas sus letras, pero que de todas formas bastó para el rubio. Y soltó una risa floja. —No me has golpeado… —Ante la falta de reacción se atrevió a besarlo por segunda vez.
El de cabello negro lucía ido, con la mente metida en cualquier rincón menos en esa banca al frente del supermercado, inclusive mantuvo los ojos abiertos mientras estrujaba su jersey con sus manos.
—Cierra los ojos —le susurró despacio.
El rubio tomó su rostro con cuidado, pasando por alto el vello facial en las mejillas propias de un varón, sin embargo, eso no significaba que le disgustara, al contrario, era la cereza del pastel.
El beso se prolongó por varios minutos, y los movimientos de los labios se volvieron lentos y cuidadosos. Al separarse Tom observó a Bill y sus intensas ganas de humedecerse los labios, pero por orgullo simplemente se limitaba, sin embargo, lo termina obrando en un movimiento sumamente veloz cuando pensó que Tom no lo estaba mirando.
—Eso que sientes en los labios, y en tu pecho… el sentimiento de la Navidad es más o menos así.

***

Cuando lo rodeó con el juego de luces de colores, él otro no chistó. Esperaría hasta el final para entender sus actos.
«Tengo el novio más incomprendido del planeta», caviló.
Quizá en otras circunstancias pudo golpearle en el rostro y gritar como si tuviera a un enfermo mental atentando contra su vida, pero no. Tom se mantenía sumamente ocupado y Bill no le negaba nada, ahora principalmente que jugaba con la parte más íntima y oculta de su anatomía.
Meses habían transcurrido desde navidad, y con los altibajos de toda pareja, ellos supieron cómo superarlos, aunque a veces se sentían a punto de tirar la toalla. Todo cambió desde esa medianoche cuando Tom quiso dar el primer paso, pues el pelinegro sí terminó golpeándole, cogiendo su cajetilla húmeda del suelo, y dando fuerte zancadas en la nieve, sin embargo, la relación prosperó conforme fueron pasando las semanas.
En esos meses, y con el apoyo de Tom, Bill y su madre prometieron una sola cosa: Poner de su parte para mejorar su relación de madre e hijo. Eso nunca lo hubiera logrado solo, el pelinegro de eso estaba completamente seguro.
Al finalizar su faena, Tom mostró su rostro divertido y le besó en los labios.
—No, no estoy loco. Solo improviso —comentó ante la atenta mirada del otro, quien sonrió de lado y se dispuso a apagar la luz la lámpara, la cuál iluminaba la habitación desde un lado de la cama.
La sensación era demasiado bizarra, pero todo se justificaba cuando observaba el brillo peculiar en los orbes del rubio. Las luces navideñas siempre serían la debilidad de Tom, y todo lo que le recordara a esas fechas, estuviesen en el contexto que estuviesen.
El sexto mes del año, Tom conectó los focos navideños siendo esa una de las maneras más locas de celebrar su relación con Bill. Los diversos colores iluminaron las sábanas con poca intensidad, pero claro, eso no reflejaba el gran amor que sentía uno por el otro.
Eran jóvenes, y se consideraban libres de experimentar todo lo que estuviese a su alcance. Aunque aquello, a veces, los llevara a hacer actos que bordeaban lo absurdo.
Rainbow —Tom chanceó desde abajo.

1 comentarios:

  1. MisserBK~ dijo...:

    OMG! Lo amé <3 Merecía ganar *-*
    Aunque vi varias palabras pegadas. Mínimo.

Publicar un comentario

 
Autores de Tokio Hotel Fics © 2010 | Designed by Trucks, in collaboration with MW3, Broadway Tickets, and Distubed Tour